Un día como hoy, 29 de junio, pero de 1884, nace en la ciudad de Santo Domingo, en la Zona Colonial, el insigne humanista Pedro Nicolás Federico Henríquez
Ureña. Su nacimiento tuvo lugar específicamente en la esquina conformada por las calles Luperón y Duarte, que para la época ostentaban los nombres de Esperanza y Los Mártires, respectivamente. Fue bautizado el 27 de noviembre de ese mismo año, faltándole solamente dos días para cumplir los cinco meses de nacido.
La casa en que nació Pedro es una de dos plantas que aún permanece, como testigo de la historia, en la zona colonial: abajo funcionaba el Instituto de Señoritas fundado por Salomé Ureña de Henríquez el 3 de noviembre de 1881 y arriba estaba el hogar, que vendría a ser como un centro de enseñanza personalizado, en el que los maestros eran los padres y alumnos los hijos.
La eximia poetisa Salomé Ureña de Henríquez, su madre, y el educador y patriota Francisco Henríquez y Carvajal, su padre, le iluminaron, de niño, la senda que habría de seguir toda su vida en procura de los más fundamentales valores espirituales, morales e intelectuales.
El ilustre autor de Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928) y de Las corrientes literarias en la América hispánica (1945) acumuló saber y divulgó conocimientos, consciente de que la misión más elevada de todo maestro consiste en dar y contribuir con la unidad de los seres humanos, por lo que se oponía a las diferencias raciales y a las actitudes egoístas.
Su visión del mundo y de las cosas, su pensamiento todo, lo hacen ver, a 135 años de su natalicio, como un ser demasiado adelantado para su época. El mundo de hoy necesita de hombres como él. Fue modelo ejemplar de ser humano en todas las manifestaciones imaginables: como hijo, como hermano, como amigo, como esposo, como maestro y como ciudadano de América.
Los países que visitó y amó lo acogieron como si fuera su legítimo hijo (Cuba, México y Argentina) y ellos sembraron en la mente y en el corazón del insigne humanista dominicano el ideal, la utopía, por una América unida, única, hermanada.
Su conducta nunca se distanció de ese ideal, pues su grandeza siempre estuvo cimentada en su condición de hombre íntegro, defensor de sus principios a costa de cualquier sacrificio que le pudieran imponer las azarosas circunstancias que, con frecuencia, hubo de enfrentar, a veces por razones políticas, a veces por razones económicas, a veces por la incomprensión o la ingratitud con que, por lo general, son perseguidos los seres con luz como Don Pedro Henríquez Ureña.
En su afán por dar cada vez más de su saber, Pedro murió en Argentina, en el tren que lo conducía al Colegio Nacional de La Plata, el 11 de mayo de 1946. Su hermano Max, en «Hermano y Maestro» (1950), describe, con hondo dolor, la forma trágica en que muere, inesperadamente, el hijo que Salomé Ureña habría de confiar al porvenir:
Apresuradamente se encaminó a la estación del ferrocarril que había de conducirlo a La Plata. Llegó al andén cuando el tren arrancaba, y corrió para alcanzarlo. Logró subir al tren. Un compañero, el profesor Cortina, le hizo seña de que había a su lado un puesto vacío. Cuando iba a ocuparlo, se desplomó sobre el asiento. Inquieto Cortina al oír su respiración afanosa, lo sacudió preguntándole qué le ocurría. Al no obtener respuesta, dio la voz de alarma. Un profesor de Medicina que iba en el tren lo examinó y, con gesto de impotencia, diagnosticó la muerte. Así murió Pedro: camino de su cátedra, siempre en función de maestro.