La periodista Maja Petrusevska trabaja desde hace 20 años en el Servicio Mundial de la BBC en Londres.
Nacida en Skopje, la capital de lo que hoy es Macedonia del Norte, y antes fue la República Socialista de Macedonia de la República Federativa Socialista de Yugoslavia, ha sido reportera y editora, y ha trabajado en radio, televisión y prensa.
En este texto, escrito a 30 años de la declaración de la independencia de Eslovenia de Yugoslavia -hecho considerado el comienzo de la disolución de la Federación-, Petrusevska recuerda cómo fue crecer en el país dirigido por Josip Broz Tito, una figura que estaba presente en la vida de todos los yugoslavos.
Nací y crecí en un país que ya no existe. Yugoslavia.
En la escuela y la sociedad me enseñaron a sentir orgullo de ser yugoslava y a la vez macedonia. Tengo otras naciones hermanas: serbios, croatas, eslovenos… pero también hay muchas otras nacionalidades: albaneses, turcos, romaníes… todas partes de esa mezcla que fue la República de Yugoslavia, formada tras la Primera Guerra Mundial.
La Yugoslavia de mi infancia estuvo marcada por el nombre propio de su arquitecto: Josip Broz Tito, nacido en Eslovenia en 1892. Líder de los comunistas yugoslavos, fue también el fundador del Movimiento de Países No Alineados, y una figura internacional de gran presencia.
Cuando yo nací ya habían quedado atrás los años en que Tito había gobernado con mano de hierro después de la Segunda Guerra Mundial y su ruptura con Josep Stalin en 1948.
Goli Otok (que literalmente significa isla estéril), el campo de prisioneros yugoslavo donde 13.000 personas consideradas afines a la Unión Soviética fueron encarceladas, solo se mencionaba discretamente en discusiones familiares. Nunca con extraños.
En 1963 Tito fue proclamado presidente vitalicio de Yugoslavia. El país tenía entonces 22 millones de personas. El mariscal y su camarilla política se sintieron entonces más cómodos y relajados.
El yugoslavo medio empezó a disfrutar de más libertades que los ciudadanos de cualquier otro país comunista en Europa del este. Hasta podíamos viajar al extranjero.
Crecer en Yugoslavia en la década de 1970 desde la perspectiva de un niño era divertido.
Era increíblemente seguro, tanto que durante muchos años nadie en nuestra calle cerraba con llave la puerta de su casa.
La casa de mis padres estaba a 15 minutos a pie del centro. La calle era estrecha y el vecindario era una comunidad muy unida. Si no había nadie en mi casa cuando volvía de la escuela, uno de los vecinos me invitaba a su casa o me cuidaba a mí y a mi hermana.
La mejor época era el verano. Como las temperaturas alcanzaban los 30°C, el tiempo para jugar al aire libre comenzaba a última hora de la tarde.
La vecina a la que todos llamábamos tía Stanka, era una ama de casa que tenía un papel muy importante en el vecindario.
Después de jugar al escondite, al balonmano y saltar la cuerda, todos los niños esperaban la llamada de la tía Stanka. Hacía las mejores crepas del mundo, rellenas de miel, nueces o azúcar.
Stanka se pasaba horas frente a la cocina haciendo crepas tan finas como el papel para todos los niños de la calle. Cuando llamaba, me ponía bajo la ventana de su cocina y desde ahí entraba. Era demasiado impaciente como para esperar a entrar por la puerta principal.
Cuando tenía 6 años, convertirme en pionera de Tito fue un gran hito para mí.
La ceremonia de inducción tenía lugar tradicionalmente el 29 de noviembre, coincidiendo con las celebraciones del Día de la República -el 29 de noviembre de 1943, durante la Segunda Guerra Mundial, el Consejo Antifascista para la Liberación Nacional de Yugoslavia declaró el nacimiento de un nuevo país sobre principios democráticos y federales como una comunidad de naciones iguales.
Ese día de 1973 mi madre planchó mi camisa blanca, mi falda azul marino, envolvió la bufanda roja alrededor de mi cuello y colocó el sombrero azul con la estrella roja, llamado Titovka, sobre mi cabeza.
La noche anterior había estado ensayando el juramento con ella, quien evidentemente se aseguró de que memorizara cada palabra:
Hoy, al convertirme en pionera,
Doy mi palabra de honor de pionera
de que estudiaré y trabajaré con diligencia,
respetaré a mis padres y a mis mayores,
Y seré una camarada leal y honesta.
Amaré a nuestra patria, la autogestionada
República Federativa Socialista de Yugoslavia.
Propagaré la hermandad y la unidad
y los principios por los que luchó el compañero Tito.
¡Y valoraré a todos los pueblos del mundo que respeten la libertad y la paz!
Pocos años después, en 1978, Tito visitó Skopje, mi ciudad natal.
La caravana pasaba muy cerca de mi escuela. Todos vestíamos nuestros uniformes de pioneros y teníamos un ramo de flores en la mano, recogidas esa mañana en nuestros jardines.
Esperamos durante horas. Lo único que pasaba por mi cabeza era una simple pregunta: ¿Me verá Tito? ¿Me recordará?
Supe la respuesta unas horas después. Tito no me vio. Miraba a los niños al otro lado de la acera. Pero su perfil y cabello quedaron para siempre grabados en mi memoria.
La educación era gratuita hasta la Universidad y nos animaban a ser buenos estudiantes, a trabajar duro para que podamos ser lo que quisiéramos ser: médicos, ingenieros, profesores, actores, futbolistas, periodistas.
Hubo un gran impulso en cuanto a la igualdad de género y yo incorporé ese fuerte sentimiento de que las mujeres no somos menos, de que podemos lograr cualquier cosa que soñemos, y esto se debe en gran medida a mi educación.
Las mujeres se hicieron visibles en el poder, y en 1982 Yugoslavia tuvo su primera mujer primera ministra, Milka Planinc.
Pero este período de relativa paz no duraría mucho más. Las grietas comenzaron a mostrarse poco después de la muerte de Tito.
Ese evento marcaría mi infancia y juventud.
Recuerdo vívidamente el día en que el programa de televisión se interrumpió repentinamente, y con una voz sombría el presentador anunció: "Tito ha muerto".
Era un día hermoso y soleado -el domingo 4 de mayo de 1980. Pasamos el día como muchas otras familias, celebrando el fin de semana largo que había comenzado el Día Internacional de los Trabajadores, que era una gran fiesta en Yugoslavia.
El primero de mayo siempre estaba reservado para los discursos políticos pronunciados por comunistas de alto rango que alababan con orgullo a la clase trabajadora, el sistema de autogobierno y la hermandad entre diferentes etnias y nacionalidades en Yugoslavia. Al día siguiente, las familias tradicionalmente salían de picnic. Siempre se acababan juntando cuatro o cinco días no laborables.
Más temprano ese domingo, mientras jugaba con mi hermana y veía a mi padre pescar en las frías y rápidas aguas del río Treska, había escuchado a los adultos hablar discretamente sobre la salud del mariscal Tito, quien no aparecía en público desde enero de ese año.
Incluso entonces, solo fueron compartidas con el público unas pocas fotos en blanco y negro cuidadosamente elegidas, mostrando a Tito sonriente en su habitación de hospital, con un pijama blanco y la parte inferior de su cuerpo cubierta por una manta.
Le habían amputado la pierna izquierda, pero nunca nos dijeron por qué, ni nos dieron más detalles de su estado. Y, sin embargo, los adultos solo hablaban de que pronto estaría de vuelta en plena forma.
Ningún conocido mencionaba la posibilidad de que Tito muriese. Tenía 88 años. Después de todo era el mariscal. Probablemente es inmortal, pensé.
Entonces, cuando escuché la noticia de su muerte, mi yo de 12 años quedó en shock.
Nadie había sugerido nunca que esa podía ser una opción. Salí corriendo hacia la puerta principal de nuestra casa en Skopje, donde mis padres estaban descargando las sillas plegables, la mesa y las sobras del picnic, mientras gritaba totalmente angustiada: "¡Tito murió, Tito murió!"
Al día siguiente la escuela parecía una morgue. Los niños estaban tranquilos. Los maestros lloraban.
Cuando llegué a casa, mi abuelo, que vivía en la casa de al lado, se había hecho con un gran retrato fotográfico de Tito en blanco y negro. Lo enmarcó y lo puso en la pared del comedor, donde permaneció hasta que mi abuelo murió, mucho después de que Yugoslavia dejara de existir.
Apenas 11 años después de la muerte de Tito, en 1991, los conflictos étnicos, las guerras por la independencia y las insurgencias comenzaron a dividir el país que el mariscal había gobernado.
En los siguientes diez años, la región experimentaría muchos conflictos, asesinatos en masa, limpieza étnica y crímenes de guerra. El país en el que nací no tenía nada que ver con lo que veía.
A principios de 1992 Yugoslavia dejó de existir y se había desintegrado en varios Estados. El viejo dicho balcánico de que "no hay generación que no haya pasado por la guerra" era cierto una vez más.
En los últimos años, debido a mi trabajo, he visitado a menudo Belgrado, la antigua capital de Yugoslavia (hoy capital de Serbia). Me encanta la ciudad y me siento como en casa allí. Ayuda que yo también hable el idioma serbio.
Siempre quise volver y revivir el día en que pasé siete horas en un autobús con mis compañeros de escuela y maestros viajando de Skopje a Belgrado para visitar el lugar donde reposan los restos de Tito.
Cuando llegamos la fila era larga. En ella había gente de todas las edades, caminando en silencio delante de los guardias alrededor de la tumba. Luego otras siete horas en el autobús para llegar a casa. Recuerdo flores por todas partes.
La última vez que estuve en Belgrado con mis colegas de Londres me ofrecí a llevarlos a visitar la Casa de las Flores, la tumba de Tito. Se encuentra en una hermosa parte de Belgrado, llamada Dedinje. Está enterrado en el jardín de lo que solía ser su casa, aunque la casa ya no está allí.
Esta vez éramos los únicos visitantes. Sin filas. Sin guardias. Tampoco flores.
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