Sólo ha pasado un año desde que Sandra María de Andrade se internó de lleno en el mundo de la lectura.
Una tarde después de una extenuante jornada de trabajo como recicladora en la ciudad de Natal, en el noroeste de Brasil, su hijo Damiao Sandriano le pidió que le leyera un libro.
"Mamá, ¿me puedes leer este libro? Es una historia y tiene dibujos", le dijo.
En ese momento, con 42 años, ella era incapaz de escribir su propio nombre.
Era por entonces, y de acuerdo a un estudio de la Organización de Naciones Unidas para la Educación y la Ciencia (Unesco), una de las 758 millones de personas en el planeta que no saben ni leer ni escribir una simple frase.
Sólo en Brasil son 12,9 millones de personas, lo que representa el 8,3% de la población mayor de 15 años.
"Si hay una cosa que me pudiera robar sería la lectura", explicó. Pero a pesar de sus intentos de estudiar, Sandra María no había podido hacerlo.
Desde pequeña fue forzada a trabajar. Abandonada desde los 3 años, se fue a vivir con su abuela, quien la entregó a una casa donde la familia no la dejó ir a la escuela.
Tuvo que ponerse a trabajar en campos de harina (lugares donde la yuca es rallada o desmenuzada) y en la limpieza de casas.
Un día, cuando estaba en medio de un cultivo de bananos, vio a unos niños pasar con cuadernos debajo del brazo.
"Quería ir con ellos, pero no me dejaban. Y yo lloraba".
Abandonada y rechazada
A los 12 años fue en busca de su madre biológica. Pero fue rechazada por ella y nunca entendió realmente el motivo.
"Ella no me aceptó. Su hombre (pareja) me quería hacer daño. No sabía lo que estaba pasando", recordó.
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33 millones de ellos viven en América Latina
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12,9 millones residen en Brasil, el país con el mayor índice de analfabetismo en la región
Sin una familia cercana, comenzó a vivir con los vecinos. "Cada vez que mi madre cambiaba de marido, yo intentaba acercarme a ella, pero nunca me aceptó".
Se dio cuenta que tenía que agarrar la vida con uñas y dientes, aunque eso significara tener un vacío en el corazón. Le tocó vivir en donde le dieran un espacio "de prestado" y muchas veces tuvo que revolver la basura para encontrar algo de comer.
Cuando cumplió 13 años, un hombre le ofreció techo y comida. Vivieron como marido y mujer, tuvieron tres hijos, pero todo acompañado de jornadas de palizas constantes. En una ocasión la agresión fue tan grave que Sandra María pensó que iba a morir.
Ocurrió el 12 de junio de 1996, frente a sus dos hijos. Fue golpeada varias veces, atacada con un cuchillo, le arrancaron los pelos y varias partes del cuerpo le quedaron entumecidas por el dolor.
Fue ése el momento en que decidió escapar con sus tres niños. A enfrentarse a un mundo sin saber leer.
Damiao
Todo era difícil cuando se enfrentaba a un papel escrito. "Para mí, era igual que una hoja en blanco". Y eso significaba que no podía ni tomar un bus. Siempre necesitaba de alguien que le ayudara a leer las cosas que estaban escritas en la parte delantera de los transportes.
Con los años, sus sufrimientos fueron aumentando. Como aquella vez que tuvo que sacar el documento de identidad y en vez de firmar sólo pudo poner la huella digital.
De su segundo matrimonio nació Damiao, quien cuando solo tenía 3 años de edad – y con la seria intención de acabar con la vergüenza de su madre- firmó un pacto con ella.
"Yo voy a aprender a leer y a escribir. Y cuando lo haga, te voy a enseñar", le dijo el hijo.
A esa altura, estaba separada de su segundo marido y cuatro de sus siete hijos habían muerto de pequeños, víctimas de dolencias que ahora le resultan difíciles de explicar. Una de las niñas murió atropellada.
Que Damiao, quien ahora tiene 11 años y es su hijo menor, fuera a la escuela era un motivo de alegría. Cada día, tras la jornada escolar, el niño le contaba todo lo que había aprendido. Y ella se sentía orgullosa: "Él va a ser lo que yo quería ser".
Damaio también tenía un estímulo de la profesora. Ella daba clases de refuerzo o incentivaba para que los niños leyeran.
Fue con esos libros que Sandra se fue despertando a la lectura. "Yo me tomaba un baño, me acostaba en la hamaca y él me llamaba para que se los leyera. Aunque no sabía leer y mi vida transcurría entre desechos y basura, también quería aprender. Me daba curiosidad", le contó a la BBC.
Lo más cercano que había llegado a estar de un centro educativo había sido una clase de adultos donde le habían enseñado las letras "ABCD". Pero terminó abandonando por la cantidad de dudas que se le aparecían cada vez que llegaba a la letra "E", que ella misma denominó como "una agonía de vida".
"Me sentía aprisionada, revuelta por no saber leer", explicó.
Fue Damiao quien la sacó del embrollo. Le explicó que la "E" era lo mismo que una "I", pero cerrada y sin punto. O que la "H" se convertía en una silla o que la "R" era lo mismo que la "B" pero con la panza abierta. Él le comenzó a enseñar las letras de su nombre. Y así ella lo aprendió a escribir.
"Cuando lo aprendí, sentí que tenía otra identidad. Yo no podía escribir mi nombre. Ahora, puedo escribirlo y ya no me produce más vergüenza", dijo.
Escribir su propio nombre fue una conquista. También lo fue la palabra "madre". En una reunión escolar, "se murió de felicidad" cuando pudo firmar por primera vez como responsable de su hijo.
"Tenía que escribir que yo era su mamá, describir la relación que teníamos. Y escribí, orgullosa, 'madre', bien grande".
Pero Damiao quería ir más allá. "Yo quiero que aprenda conmigo. Quiero que aprenda a escribir las palabras que ella siente por dentro. A ella le gusta hablar de amor, pasión. Sabe un montón de palabras. Las más simples", dijo el niño.
Lectura
Madre e hijo leyeron juntos 107 libros en 2016, considerando apenas los que fueron contabilizados por la escuela.
La lista podría ser mayor si se incluyen los libros que Sandra encontró en la basura. Pero su libro preferido, del que le gusta hablar, es "Nadie nace siendo un genio".
"Escribí mi nombre en él, porque nadie nace siendo un genio. Porque yo pensaba que no necesitaba aprender, pensaba que ya era tarde para mí", dijo De Andrade.
Sin embargo, para Damiao otro libro fue mucho más impactante. Trata de la historia de un ángel que vivía encadenado y que sólo pudo conseguir su libertad cuando un ser humano le enseñó a rezar y ambos vivieron luego como amigos.
"Es la historia mía y de mi mamá. Yo le estoy enseñando una cosa y ella me enseña otra. Cuando era pequeño, ella me cuidaba y yo la cuidaba también. Ella me daba un abrazo y yo le devolvía dos. Fue así que comenzamos a querernos", recordó Damiao.
El pequeño también lee sobre aventuras, amistad, pasión y amor al prójimo.
Con los libros, cuenta, viaja "a otro mundo, que se logra con una imaginación infinita".
"Yo quiero que la lectura me lleve a varios rincones", dijo.
Este año cursará el primer año de bachillerato.
Todo esto ocurre en una casa donde el aprendizaje de las palabras es cosa de dos. Y donde el más pequeño le ayudó a escribir a su madre un cartel, en letras grandes y de color verde: "En este rincón de felicidad donde está Dios nada faltará".