Han pasado dos años desde el comienzo de la campaña militar encabezada por Arabia Saudita en apoyo al gobierno de Yemen depuesto por rebeldes hutíes. Desde entonces, miles de civiles han muerto, zonas enteras del país están devastadas y Yemen a quedado al borde de la hambruna.La periodista de la BBC Mai Noman, quien nació en Yemen, regresó a su patria para filmar unos documentales. Estas son sus reflexiones.
Han pasado dos años desde que estuve aquí la última vez. El único lugar que considero mi hogar.
Mucho ha ocurrido y mucho ha cambiado. Es difícil no darle rienda suelta a mis sentimientos.
Además de la destrucción física, los recuerdos de lo que una vez existió están sepultadas bajo el peso de los escombros emocionales.
Como una periodista yemení cubriendo noticias internacionales, he tenido que monitorear cada vaivén de la guerra civil en mi país, aun cuando hubiera querido alejar la mirada.
La verdad, la idea de enfrentar cara a cara la nueva realidad moldeada por el furioso conflicto en Yemen me ha horrorizado.
Pero el vivir la guerra desde afuera de Yemen me aisló.
A medida que nos acercábamos a la capital, Saná, en un escabroso viaje de 10 horas en auto desde Adén, pienso en todas las veces que lloré en silencio tras escuchar las noticias de Yemen. Como trabajo en la redacción, fue algo que sucedió con frecuencia.
El viaje me lleva desde el sur hasta el norte, dos partes de un país dividido por algo más que meros kilómetros.
En términos simples, el sur está bajo el control del gobierno, apoyado por la coalición encabezada por los sauditas, y el norte está controlado por los rebeldes hutíes. Pero la realidad es más complicada.
La misma ciudad
Me he imaginado llegando a casa cientos de veces en los últimos años. Pero el día que ocurrió, no estaba del todo preparada para lo que encontré.
En contraste con la sureña ciudad de Adén, donde la vida parece estar estancada y a la temerosa espera de más combates, Saná -aparte de los daños obvios- aparenta ser la misma de siempre.
Puedo sentir cómo se acerca la lluvia. Después de vivir en Londres eso me debería estremecer pero, de alguna manera, lo interpreto como una bienvenida.
Las escarpadas montañas que rodean la ciudad se llenan lentamente de nubes que transforman el cielo en un cuadro espléndido de picos rocosos envueltos en niebla.
Todo me dice que he llegado a casa.
Hay más restaurantes en la ciudad de los que recuerdo y muchos están llenos de gente.
Por momentos, me olvido de que hay una intensa guerra en todo el país. Pero Saná puede resultar engañosa.
Para cuando llegamos a la casa de mi prima Mona, me siento exhausta.
Golpeo en la puerta el típico estilo yemení, con mucha determinación. El hijo menor de Mona, Abdullah, abre la puerta para recibirme.
Ronda un silencio. Un minuto después escucho a Mona acercándose por una angosta escalera en la parte posterior de la casa.
Nos abrazamos emocionadas. Agarra mi cara entre sus manos para ver cómo he cambiado.
"Sigues siendo la misma", dice. Un cumplido mucho más bondadoso que los comentarios que escucho después sobre mi pelo -que está muy corto- o sobre el par de kilos que he aumentado.
Sin respuestas
Mona está tan bella como siempre pero su voz ha cambiado, ha pasado por mucho en los últimos años.
Hace tres años perdió repentinamente a su padre. Tenían una relación muy cercana y tener que enfrentar la vida sin él, entre la continua incertidumbre, es difícil.
"Él era el mayor apoyo que tenía", me cuenta, dejándose llevar por las lágrimas.
La vida no ha sido fácil para ella y la guerra ha intensificado el diario vivir con lo que parece ser un sin fin de interrogantes.
¿Podrá su familia evacuar si tiene que hacerlo? ¿Es mejor quedar atascada adentro con el conflicto girando alrededor o afuera, separada de parientes y amigos? ¿Están los hijos de Mona seguros en su escuela o durmiendo en sus camas? ¿A cuántos funerales más tendrá que asistir?
No tengo las respuestas.
Aún con los asuntos más difíciles que tengo que enfrentar en mi propia vida, mis opciones nunca serán tan desoladoras.
Más que nunca, nuestras vidas se han vuelto muy diferentes.
En el transcurso de tres semanas en Yemen, me conecto otra vez con amistades y escucho sus historias de separación, de pérdida y veo ejemplos increíbles de los estrechos lazos que mantienen unida a la comunidad.
Pero algo más pesa sobre mi corazón. Hay un lugar que no he podido visitar.
Vidas arruinadas
Es el lugar donde nací y donde una versión utópica de Yemen quedó grabada en mi mente.
La casa de mi abuela en Taiz.
Tristemente, mi abuela ya no está con nosotros y la Taiz de hoy en día es irreconocible, pues está en el frente de batalla. Me pregunto si podría ser capaz de reconocer la casa.
Los combates en el campo de batalla son brutales, el bombardeo de la coalición liderada por Arabia Saudita es implacable y el sitio de los hutíes en torno a la ciudad continúa.
Es doloroso tratar de aceptar cómo se han transformado las cosas, donde los recuerdosmás preciosos no tiene lugar entre las penas de este agobiante conflicto.
Para mí, Taiz es donde yace el corazón de mi hogar y no hay nada peor que perder tu hogar.
Cuando emprendí el viaje a Yemen, lo hice con una mezcla de temor e inquietud ante lo que pudiera encontrar después de años de bombardeos y combates.
Al llegar, caí en una falsa sensación de alivio de que la gente continuaba allí; el hogar, de alguna manera, continuaba allí.
Sin embargo, en los días que siguieron, me quedó claro que los desastres de la guerra no son sólo los cráteres y los edificios demolidos por las bombas.
Es el sufrimiento de una población que observa desamparada cómo sus vidas están siendo destrozadas.
Cuando pienso en el tiempo que pasé temiendo lo que podría encontrar a mi regreso a casa, yo sé que a pesar del dolor de ver a mi país en una guerra, la sensación de pertenecer a Yemen, para bien o para mal, continuará trayéndome aquí.