A finales de julio de 1945, el USS Indianapolis estaba en una misión supersecreta especial: llevar partes de la primera bomba atómica al atolón de Tinian en el Océano Pacífico, donde estaba la base de los bombarderos B-29 estadounidenses.

Habiendo cumplido con su cometido, el buque de guerra, con 1.197 hombres a bordo, navegaba con dirección oeste hacia el Golfo de Leyte, en las Filipinas, cuando fue atacado.

El primer torpedo impactó, sin advertencia, poco después de la medianoche del 30 de julio.

Loel Dean Cox, un marinero de 19 años de edad, estaba de turno en el puente de mando. Hoy, a sus 87 años, en conversación con la BBC, recuerda el momento.

"¡Buuum! Salí volando por los aires. Había agua, escombros, fuego, todo subía y estabamos a 25 metros sobre el agua. Fue una explosión tremenda. Y luego, cuando me pude arrodillar, otro estallido. ¡Buuum!".

Loel Dean Cox

Cox estaba de turno cuando el submarino japonés atacó.

El segundo torpedo que disparó el submarino japonés que había percibido la embarcación enemiga y había esperado hasta tenerla cerca para no fallar, casi partió al crucero en dos.

Con incendios consumiéndolo todo bajo la cubierta, el enorme barco empezó a inclinarse hacia un lado.

Llegó la orden de abandonar el buque. Cox trepó hasta el lado más alto y trató de saltar al agua. Se golpeó contra el casco y rebotó antes de caer en el océano.

"Miré para atrás. El barco estaba hundiéndose en picada. Había hombres brincando desde la popa mientras las hélices seguían rotando".

"Doce minutos. ¿Se puede imaginar un barco de 186 metros de largo, que es el tamaño de un campo de fútbol, hundiéndose en 12 minutos? Sencillamente se volcó y naufragó".

"Escuché gemidos y gritos"

USS Indianapolis en 1945

El Indianapolis había roto un récord de velocidad para llevar su mortífera carga.

El Indianapolis no tenía sónar para detectar submarinos. El capitán, Charles McVay, solicitó una escolta pero se la negaron. La Armada de EE.UU. tampoco le pasó información sobre el hecho de que había submarinos japoneses activos en el área. El Indianapolis estaba completamente solo en el Océano Pacífico cuando naufragó.

"Nunca vi una lancha salvavidas. Finalmente escuché unos gemidos y gritos, nadé en esa dirección y me uní a un grupo de 30 hombres, con los que me quedé", recuerda Cox.

"Pensamos que era cuestión de esperar un par de días mientras nos recogían", le cuenta el marinero a la BBC.

Pero nadie estaba en camino a rescatarlos.

A pesar de que el Indianapolis envió varias señales de auxilio antes de hundirse, por alguna razón la Fuerza Naval no tomó en serio esos mensajes.

Y cuando el barco no llegó a puerto a tiempo, nadie se dio por enterado tampoco.

Unos 900 hombres, sobrevivientes del ataque con torpedos, quedaron a la deriva en grupos en medio del vasto Océano Pacífico.

Y, bajo las olas, otro peligro acechaba.

"Uno sentía miedo constantemente"

Atraídos por la matanza del naufragio, cientos de tiburones venían en dirección a los sobrevivientes desde los alrededores.

Tiburones

Se comieron a los muertos y luego empezaron a comerse a los vivos.

"Nos hundimos a la medianoche y vi uno por la mañana cuando salió el sol. Eran grandes. Le juro que algunos tenían 4,5 metros de largo", asegura Cox.

"Estaban continuamente ahí, la mayor parte del tiempo comiéndose los cuerpos de los muertos. Gracias a Dios había mucha gente muerta flotando en el área".

Pero pronto empezaron a atacar a los vivos.

"Perdíamos tres o cuatro compañeros cada noche y día", le dice Cox a la BBC. "Uno sentía miedo constantemente pues los veía todo el tiempo. A cada rato uno veía sus aletas… una docena, dos decenas en el agua".

"Venían y se tropezaban con uno. A mí me golpearon varias veces: uno nunca sabía cuando iban a atacar".

Algunos de los marineros golpeaban el agua, pateaban y gritaban cuando los tiburones atacaban. La mayoría de los marineros decidieron mantenerse unidos, en grupo, pues consideraban que esa era la mejor defensa. Pero con cada ataque, las nubes de sangre en el agua, los gritos y el chapoteo, hacían que vinieran más tiburones.

"En esa agua clara, uno podía ver a los tiburones merodeando. Y de tanto en tanto, como un rayo, uno nadaba derecho para arriba, cogía a un marinero y se lo llevaba. Uno vino y se llevó al marinero que estaba a mi lado".

Los tiburones, sin embargo, no eran los peores asesinos.

"Su salvavidas estaba flotando sin él"

Bajo el sol abrasador, día tras día, sin comida ni bebida por días, los hombres se estaban muriendo de exposición o deshidratación. Con sus salvavidas empapados, muchos terminaron exhaustos por tratar de mantenerse a flote y se ahogaron.

"A duras penas podía uno mantener la cara afuera del agua. El salvavidas tenía ampollas en mis hombros, ampollas encima de mis ampollas. Hacía tanto calor que rezábamos para que oscureciera, y cuando oscurecía, rezábamos por que amaneciera pues hacía tanto frío que nuestros dientes castañeteaban", relata Cox.

Luchando por seguir vivos, desesperados por agua dulce, aterrorizados por los tiburones, algunos de los sobrevivientes empezaron a desvariar. Muchos alucinaban, se imaginaban islas secretas en el horizonte o que estaban en contacto con submarinos amigos que estaban en camino para rescatarlos.

Cox se acuerda de un marinero que estaba convencido de que el Indianapolis no había naufragado, sino que estaba ahí, flotando cerca de la superficie.

"El agua dulce se guardaba en la segunda cubierta de nuestro barco", le explica a la BBC. "Un amigo alucinaba que podía ir al barco y tomar algo de agua. De repente, su salvavidas estaba flotando sin él. Y luego él emergió y nos contó cuán buena y fría estaba el agua, que debíamos ir a tomarla".

Estaba tomando agua salada, por supuesto. Murió poco después.

"Fue el momento más feliz de mi vida"

Sobrevivientes en Guam

El capitán fue uno de los rescatados. Después lo culparon y finalmente se suicidó.

Con el paso de los días y las noches, más hombres iban muriendo.

De repente, por casualidad, en el cuarto día, una aeronave de la marina pasó y vio a algunos marineros en el agua. Para entonces eran menos de 10 en el grupo de Cox.

Inicialmente pensaron que no los habían visto. Pero luego, poco antes del atardecer, un hidroavión grande apareció súbitamente, cambió de dirección y voló sobre el grupo.

"Uno de los hombres nos saludaba desde el avión. Fue entonces que se nos salieron las lágrimas, se nos erizó la piel y supimos que estábamos salvados, que nos habían encontrado, al menos. Fue el momento más feliz de mi vida".

Barcos de la Armada se apresuraron a llegar al lugar y empezaron a buscar a los grupos de marineros dispersos en el océano. Durante ese tiempo, Cox sencillamente esperaba, asustado, en estado de shock, inconsciente a ratos.

"Oscureció y una fuerte luz bajó del cielo, desde una nube: pensé que los ángeles estaban viniendo. Pero era el buque de rescate que dirigió su reflector hacia arriba para darle esperanza a los marineros y avisarles que los estaban buscando".

"En algún momento de la noche, me acuerdo de que unos brazos fuertes me subieron a un bote. Saber que te salvaste es la mejor sensación que se puede tener", asegura.

A quién culpar

Loel Dean Cox

Fue una odisea imposible de olvidar: para Cox, la ansiedad es parte del legado.

De una tripulación de casi 1.200 sobrevivieron sólo 317.

En busca de un chivo expiatorio, la Fuerza Naval de Estados Unidos responsabilizó por el desastre al capitán McVay, quien estaba entre los pocos que lograron sobrevivir. Durante años recibió cartas llenas de odio y, en 1968, se suicidó.

La tripulación sobreviviente, incluyendo a Cox, hizo campaña por décadas para que exoneraran al capitán. Lo lograron 50 años después del naufragio.

Cox pasó semanas en el hospital tras el rescate.

Se le cayó el cabello y las uñas. Estaba, según dice, "encurtido" por el sol y el agua salada.

Aún lleva las cicatrices.

"Todas las noches sueño, quizás no esté en el agua pero estoy buscando a mis compañeros frenéticamente. Es parte del legado. Sufro de ansiedad todos los días, particularmente en las noches, pero vivo con ello, duermo con ello, y me las arreglo".