El olor es demasiado fuerte para que José Luis Ortega, emocionado y desesperado, se quede en el cementerio para reclamar el cuerpo de su tía.
"Eso está demasiado putrefacto", me dice, tapando su nariz con la camiseta.
Pero encontró, en un golpe de suerte, el cuerpo de María. "Ahora faltan los dos niños", quienes son parte de los 374 desaparecidos, según cálculos de Cruz Roja.
El cementerio de Mocoa, la ciudad al sur de Colombia que fue devastada por un deslave en la madrugada del sábado, es el nuevo epicentro de la tragedia que conmueve al país.
Allí cientos de personas buscan desesperadamente a sus familiares, que pueden estar entre los más de 200 cuerpos juntados en dos morgues improvisadas al aire libre.
En la noche del lunes, el presidente Juan Manuel Santos informó que la cifra de muertos era 273.
Y a medida que pasa el tiempo el olor que emite el cementerio se esparce y se hace más intolerable, aunque la Organización Mundial de la Salud señala que no es un problema de salud pública.
"Cuerpos irreconocibles"
"Estamos pidiéndoles a los familiares que vengan a reclamar los cuerpos y les den cristiana sepultura porque se están pudriendo y eso nos afecta a todos", le decía un perito de medicina legal a José Luis apenas se enteró de que María había sido identificada por huellas dactilares.
Fue un descubrimiento fortuito: José Luis pasaba por el cementerio en su moto y oyó, de repente, el nombre de María en el altavoz de un perito que anunciaba los resultados de una pesquisa dactilar.
El cementerio, como toda esta zona del Putumayo, está rodeado de selva húmeda, el peor ingrediente para que la descomposición de un cadáver sea una tragedia más.
"Después de dos días, los cuerpos está hinchados, totalmente irreconocibles", dice el otro perito, que pide no ser identificado.
Tan raros se ven que el experto forense, llegado desde Bogotá, tuvo que lidiar con la pelea de dos familias que reclamaban el mismo cuerpo.
"Ya no se puede hacer reconocimiento visual, ya toca por ADN o huellas", lamenta.
El cementerio está desbordado de gente buscando tramitar el reclamo de sus cadáveres o comparando fotografías de cuerpos para reconocer a los suyos.
Mientras tanto, los que ya resolvieron el reclamo cavan entre llantos, oraciones y cantos la tumba de sus familiares.
Una zona vulnerable
Si Mocoa siempre ha padecido los inconvenientes de ser un lugar remoto, tras la riada la situación se ha agravado: los cruces de ríos se cayeron, no hay luz ni agua y el tráfico colapsa con la llegada de ayudantes, periodistas y políticos.
En un país atravesado por tres cordilleras, la geografía ha sido históricamente un principal obstáculo para lograr cohesión social, cultural o política.
"Hasta hace un año la guerrilla era la autoridad por acá", dice José Luis, que estudió derecho en la ciudad de Cali.
"Pero hoy sigue habiendo cultivo de coca y tráfico a Ecuador", asegura.
La población de Mocoa, 40.000 habitantes, creció mucho en la última década debido al desplazamiento de miles de personas que la violencia expulsó del sur del Putumayo, región que colinda con Ecuador.
Los barrios de invasión donde vivían esos desplazados son precisamente los más afectados por la avalancha.
En los años 60, hubo un deslave similar a este, pero la cantidad de gente y viviendas era mucho menor.
Jorge Elías Morales tenía 9 años cuando ocurrió.
"La responsabilidad de esta nueva tragedia", me dice, "es de todos los gobernantes que hubo acá desde 1960, porque nunca se hizo un plan de riesgo".
Según él, los desbordes de los cinco ríos que atraviesan a Mocoa se dieron en ese entonces de la misma manera que hace tres días.
No es nuevo, asegura, "que las montañas sean tan inclinadas, que acá llueva fuerte o que las casas estén construidas al borde de los ríos".
Como él, varios expertos han catalogado ésta como una "tragedia anunciada", por la falta planificación en la construcción de la ciudad.
Una linterna que salvó vidas
Luis Benigno Córdoba, tío de José Luis, vive en esta zona de invasión conocida como San Miguel.
En su casa tenía una fábrica de madera que fue prácticamente destruida, aunque salvó 200 piezas de madera de las 1.000 que guardaba.
También recuperó una biblia, tres camisas y dos chocolatinas.
Benigno, de 56 años y gafas oscuras porque se le metió barro a los ojos, salió de su casa con su familia tan pronto se dio cuenta que la lluvia del sábado en la noche pintaba para tragedia.
Cruzó varias calles y refugió a su familia en un potrero mientras él bajaba a ayudar a los vecinos.
"La gente lloraba, gritaba, no se veía nada", recuerda, mientras una perra llamada "pantera" que ahora es conocida como "sobreviviente" le ladra para jugar.
Frente a su casa, se ven algunos de los cientos de piedras que trajo la avalancha. Algunas del tamaño de un carro, otras como una lavadora.
El hombre coincide con Jorge Elías y José Luis: "Esta tragedia tiene responsables".
Mientras los otros hablan, él prende y apaga una linterna, que está toda embarrada.
Nos interrumpe y dice, señalando la moribunda luz: "Era con ésta que yo bajé del cerro a ayudar a la gente".
"No se imaginan la cantidad de vidas que salvó".