Gaza, 27 jul (Javier Martín/EFE).- "No queda una sola habitación, una sola sala que no esté afectada o destruida. Ninguna", explica a Efe el doctor Jamil Ali, asido a esa templanza de ánimo que tienen aquellos que han logrado convertir su vocación en forma de vida.
Hace apenas 12 horas que el alto el fuego humanitario aceptado por Israel y las milicias palestinas ha expirado, y el hosco tabletear de las metralletas y los fusiles retumba en los edificios aledaños al hospital pediátrico "Mohamad al Durra".
Cada diez segundos, una bengala ilumina el cielo y un disparo de los israelíes hace que tiemble este pequeño edificio de muros albos, arruinados por las explosiones, que hace apenas tres semanas daba servicio a 500.000 personas.
"Otras 30 personas resultaron heridas. En esta sala, la nueve, se refugiaba una familia de trabajadores del hospital. Su casa había quedado bajo las bombas, arrasadas, y habían venido vivir y trabajar aquí. Se libraron de milagro"
Levantado en honor a Mohamad al Durra, el niño palestino que cayó al inicio de la segunda Intifada (2000-2005) mientras su padre trataba de protegerle en un tiroteo cruzado, sus paredes aún están decoradas con todos aquellos personajes animados universales que amainan las penas y arrancan sonrisas.
"El bebé murió aquí, sobre esta camilla. La detonación arrancó puertas y ventanas, derrumbó parte de los muros y quebró los cristales. No llegaba a los seis meses de vida", explica el doctor mientras el fragor de la batalla vecina aumenta, trayendo ecos nuevos de ambición y muerte.
A su alrededor, un paisaje yermo mezcla añicos de cristales quebrados, jeringuillas rotas, medicinas dispersas, goteros sucios y biberones vacíos.
A la entrada, un cartel descolgado revela que hemos entrado en la unidad de cuidados intensivos (UCI) y un gato rollizo y somnoliento se despereza sobre una de las cunas vacías.
"Otras 30 personas resultaron heridas. En esta sala, la nueve, se refugiaba una familia de trabajadores del hospital. Su casa había quedado bajo las bombas, arrasadas, y habían venido vivir y trabajar aquí. Se libraron de milagro", explica.
Alí, cincuenta y cinco años, tez blanca, pelo cano, camina con pausa entre los cascotes, los dinteles abatidos y el material médico destruido pese a que las metralletas parecen aproximarse y los morteros vuelan más cercanos.
"Aquí no estamos seguros, pero tampoco hay seguridad en otro sitio. Mi deber es cuidar el hospital", dice con aplomo.
"Aquí es donde otro de los bebes quedó herido. Perdió un ojo. Estaba con su padre cuando la ventana voló y cayó desde el otro lado en la camilla", sobre la que aún está el vidrio agrietado, manchado de sangre.
Desde que el pasado 8 de julio el gobierno israelí diera luz verde a la actual ofensiva en Gaza, cerca de 7.000 viviendas y edificios han sido destruidos por los bombardeos israelíes o sufrido daños que los han dejado inhabitables.
De ellos, 120 son colegios y 18 centros médicos y hospitales, que han tenido que cerrar sus puertas y necesitarán millones de euros en reparaciones para poder volver a funcionar con la normalidad requerida.
En una de estas escuelas, regentada por la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos (UNRWA) en la localidad de Beit Janún, 17 personas -entre ellas tres trabajadores de la ONU- perdieron la vida esta semana por un disparo atribuido al Ejército israelí.
Un día después, el hospital en el que miles de mujeres y niños habían buscado refugio tras el ataque -presas del pánico- y se había atendido a los primeros heridos, en su mayoría niños, fue igualmente bombardeado.
Los niños como el bebé del hospital Al Durra, en el barrio de Tufah, Gaza este, son, además, las principales víctimas de un conflicto que ha transformado en cotidiano el sonido de la muerte y la destrucción.
De acuerdo con las cifras de la ONU, de los más de mil muertos, una cuarta parte (en torno a 250) son niños, en una Franja donde los menores suponen el 60 por ciento de una población calculada en dos millones de personas.
Médicos y psicólogos coinciden en apuntar que los que han logrado sobrevivir, llevarán las heridas de la guerra tatuadas en su mente y en su personalidad para el resto de su vida, una vida a día de hoy sin esperanza ni futuro, arrastrada a esa pobreza endémica de la que se alimentan los extremismos.
No hace falta ningún estudio para confirmarlo, basta sentarse a mirar en cualquier esquina.
Cuando los bombardeos suenan distantes, los niños gazatíes recuperan las calles.
Pocos son los que juegan, y menos los que ríen con inocencia. La mayor parte de ellos ayudan a sus familias a retirar los cascotes, limpian y observan el mundo miserable que les rodea con una mirada ensombrecida por una capa de años zaína -cosida con bombas- que les ha robado, como al bebé, la infancia y la vida. EFE