SANTO DOMINGO, República Dominicana.- Recorrer la carretera que une a la ciudad de Barahona con el municipio de Paraíso, en el sur del país, es un lujo para los viajeros que disfrutan del magistral encuentro entre dos paisajes de altísima intensidad: las montañas cubiertas de un brillante verdor y un mar que en pocos lugares hace gala de tanto esplendor como en este.
Sin embargo, hay un punto del camino que tiene un particular encanto: En el tramo conocido como La Pipa de San Rafael, hay una humilde casita de tablas, pintada de un azul que se ha ido perdiendo con el paso del tiempo y cimentada sobre una roca marina.
Esta vivienda, además del mar, tiene por patio un mirador improvisado desde el que se puede tener una de las vistas más hermosas de la zona y quizás de toda la costa dominicana.
Ahí vive Persia Féliz Medina, una señora que en los alrededores es mejor conocida como Calandra, con su esposo y tres hijos. Se trata de una mujer de 44 años de edad, morena, con una expresión tan quieta que no llama demasiado la atención pese a tener esos ojos grandes y redondos, como los demás rasgos de su rostro.
La señora narra que tiene casi 25 años viviendo en esta casa, desde que decidió unir su vida a la de David Santana, un agricultor con el que procreó a sus tres hijos y cuya familia ha vivido aquí durante al menos tres generaciones.
La casa está aislada, es la única que hay en este tramo. No tiene electricidad ni servicios de telecomunicaciones y para comprar combustible o tener información sobre las noticias nacionales e internacionales sus habitantes tienen que viajar a otra comunidad.
Pese a eso, vivir aquí es, definitivamente, un lujo de elevadísimo valor, y ella lo sabe. Cuenta que cada día decenas de personas se detienen frente a su vivienda y, desde su patio, que no tiene cercas, disfrutan con deleite del asombroso paisaje.
También para ella esos son momentos de satisfacción. Disfruta de la presencia de esos desconocidos que cada día se detienen en su casa tanto como ellos disfrutan el mar. “A mí me gusta mirar a la gente que viene a ver el mar, porque se impresiona mucho con todo eso y se pone contenta”, comenta.
Por eso y porque piensa que esa escena de amor entre la tierra y el mar que se vislumbra desde su sillón de madera debe ser un regalo de la naturaleza para todos, se ha resistido con firmeza a ponerle un cerco a su propiedad.
De hecho esta familia se ha negado a vender este espacio en varias ocasiones, incluyendo una en que un empresario del sector turístico les ofreció unos 7 millones de pesos, una cantidad de dinero que supera todas las aspiraciones de esta familia que vive de la agricultura y los escasos ingresos que obtienen de vez en cuando con la venta de alguna pieza de larimar en la casa.
“Tengo esto aquí, mi lomita de disfrutar mis quintales de café, chinitas, toronjitas, un motor y dos caballos. Ahora mismo terminé de vender unas chinolitas, aquí mismo, porque yo me defiendo a lo poco. Pongo una lata de cualquier cosa ahí afuera y la misma gente que viene me la compra”
“Para mí no vale nada en dinero, porque yo no la vendo. Yo me siento feliz así, porque me he dado cuenta de lo que está trayendo el dinero. Las personas no estamos durando porque los que no hemos tenido nada nunca a veces llegamos a tener y vivimos a la carrera y nos estrellamos. A mí no me gusta la vanidad. Esto debe ser para todos, no soy egoísta. Me han dicho que cobre, pero no, yo digo que no”, expresa con firmeza doña Persia.
Pero el romanticismo que envuelven estas decisiones quizás no sea lo más curioso. Durante todos estos años, ha surgido entre Persia y el mar una peculiar relación que va más allá de haberse acostumbrado a escuchar constantemente el rumor de la brisa que acaricia los cocoteros o el rítmico sonido de las olas estrellándose contra las rocas.
Dice que ya ni siquiera podría dormir tranquila si le faltara el sonido bravo que hace el mar en la noche: “Por la noche se oye el sonido muy duro. A veces estoy acostada y oigo el sonido debajo de la cama como si hiciera pun, pun, pun… y me voy durmiendo, porque estoy acostumbrada a oír el sonido debajo de mi cama. Si voy a dormir a otra parte no me encuentro, no me acostumbro, no puedo. Me hace falta el mar”.
Pese a haber desarrollado tal intimidad con este lugar, Persia confiesa que le tiene un miedo muy profundo a la playa, a tal punto que no ha aprendido a nadar y jamás ha bajado a bañarse en ella.
Cuando se le pregunta que si han contemplado la posibilidad de dedicarse a la pesca responde que no, porque a ella no le gustaría ver a sus hijos o a su esposo yéndose en una yola a buscar el sustento de la familia.
“Si el esposo mío se interna en el conuco, yo sé que va a llegar y que puedo ir a buscarlo si se le hace tarde, pero en ese mar, usted, tan grande… Hasta cuando veo a los muchachos nadando, yo me asusto, usted sabe cómo somos las madres”.
Agrega que con lo que se produce en la finquita y lo poco que ella puede generar en la casa la familia tiene suficiente para su sustento. “Tengo esto aquí, mi lomita de disfrutar mis quintales de café, chinitas, toronjitas, un motor y dos caballos. Ahora mismo terminé de vender unas chinolitas, aquí mismo, porque yo me defiendo a lo poco. Pongo una lata de cualquier cosa ahí afuera y la misma gente que viene me la compra”.