Este es el texto del reportaje de The New York Times, escrito por los periodistas Azam Ahmed y Sandra E. García, Traducido por Iván Pérez Carrión.
SABANETA, República Dominicana – Durante décadas, la gente de Barrio Cementerio, un barrio dividido en partes iguales entre dominicanos y haitianos, han compartido una convivencia pacífica. La proximidad sofocó el prejuicio: Trabajando codo con codo y levantando las familias unidas ayudó a mantener bajo control las tensiones.
Eso está cambiando ahora. Un plan del Gobierno que podría deportar a decenas, si no cientos de miles de personas de ascendencia haitiana de la República Dominicana, ha comenzado a desgarrar la unidad que una vez unió a este lugar obligando a los residentes a elegir de qué lado está.
Un propietario resentido dejó de alquilarle a un inquilino haitiano. El jefe de la Cruz Roja local dice que las deportaciones debieron haberse hecho desde hace mucho tiempo, mientras que un líder de una pandilla promete ocultar a sus amigos haitianos de las autoridades. Un marido dominicano teme perder a su esposa y a sus hijos, que no tienen papeles. Un oficial de policía se angustia ante la perspectiva de tener que deportar a su mejor amigo, que vino a este país ilegalmente desde Haití.
“No tengo otra opción”, dijo Juan Tapia Thomas, el oficial de policía, frente al cibercafé de su amigo. “Me entristece pensar que reciba la orden de detener a alguien que realmente me importa. Será muy difícil no hacer excepciones, pero tengo que seguir con mi trabajo tan profesionalmente como pueda”.
Al igual que gran parte del país, Barrio Cementerio está dividido, lo que crea un mosaico de solidaridad, prejuicio y resentimiento nacido de escuelas hacinadas, la competencia por los puestos de trabajo y un sistema de salud asediado. Los lugareños hacen saber que República Dominicana es un país pobre que no puede permitirse esa presión.
Pero República Dominicana, que también está tratando de reforzar sus fronteras en un esfuerzo aparte llamado “Operación Escudo”, no es el único que trata con los migrantes con políticas que desafían a los grupos de derechos humanos. El incremento de la migración como resultado de los conflictos y las dificultades económicas ha sacudido a las naciones de todo el mundo, desde Australia hasta Estados Unidos.
Después de amenazar con violar la legislación europea por expulsar a los migrantes, Hungría anunció planes el mes pasado para construir un muro de 109 millas de extensión para mantener alejados a aquellos que esperan entrar en la Unión Europea provenientes de Serbia, lo cual desató las protestas del primer ministro serbio, quien dijo que eso convertiría a su país en un Auschwitz.
Bulgaria anunció que en abril planea extender su muro en la frontera con Turquía otras 80 millas, como parte de su “plan de contención”. Australia detiene a los migrantes que llegan por mar y los reenvía a Papúa Nueva Guinea.
Mucho antes de esto, Estados Unidos ya estaba deportando a cientos de miles de personas y construyendo muros para mantener fuera a los migrantes. Ahora, la frontera se está moviendo hacia el sur. Bajo la presión de las autoridades estadounidenses, México deportó en abril de este año a casi el doble de migrantes centroamericanos de los que devolvió en los primeros cuatro meses de 2014.
“Es un período de movilidad humana sin precedentes, la mayor registrada, con mil millones de personas en movimiento”, dijo William L. Swing, director general de la Organización Internacional para las Migraciones, que ayudó a que el gobierno dominicano registrara cerca de 300,000 inmigrantes que estaban en el país de manera ilegal, de un estimado de 524 mil.
“Hay un resurgimiento del sentimiento antimigrante impulsado por el miedo: miedo a la pérdida de puestos de trabajo, el miedo del síndrome de seguridad posterior al 9/11, y luego, parcialmente, el temor a una pérdida de identidad”, agregó.
La amenaza del gobierno dominicano de deportar a los haitianos se ha vuelto un tema muy popular en el país, derivada de las frustraciones que muchos dominicanos sienten ante sus vecinos más pobres en la isla de La Española.
La política es bastante sencilla. El presidente Danilo Medina anunció recientemente su campaña para la reelección el año próximo. Muchos elogian sus esfuerzos para registrar a los migrantes y expulsar a los que están en el país ilegalmente.
Se han producido deportaciones esporádicas, pero hasta ahora, bajo las miradas del mundo, el gobierno dominicano no ha llevado a cabo las expulsiones en masa que temen muchos haitianos.
Aún así, la amenaza de ser apresado ha llevado a más de 31,000 haitianos a salir por su propia cuenta, de acuerdo con cifras del Gobierno, que optan por la cargar con sus pertenencias a través de la frontera en lugar de arriesgarse a perderlo todo en una expulsión repentina.
Otros dicen que no todas estas salidas son voluntarias.
“La gente que está regresando me dice que la policía está trabajando con pandillas callejeras para obligar [a marcharse] a los inmigrantes en las grandes ciudades”, dijo un guardia de frontera haitiano, que sostenía un portapapeles con los nombres de los haitianos que habían cruzado ese día. “Gente extraña va de puerta en puerta por la noche amenazando con quemarles las casas”.
Cerca de la ciudad de Puerto Plata, algunos haitianos dijeron que hombres dominicanos desconocidos habían llegado a sus puertas en medio de la noche, gritando amenazas para que volvieran a su país.
La Organización de Estados Americanos (OEA), dijo la semana pasada que enviaría una delegación a República Dominicana para examinar la situación de la migración, incluyendo si inmigrantes haitianos se han visto obligados a salir del país o no.
En la ciudad fronteriza de Dajabón, camiones cargados de muebles y colchones andrajosos se desplazaban a través de las multitudes que pasan sobre el maltratado Puente de la Amistad, que se extiende sobre un río donde en 1937 un dictador dominicano, Rafael Trujillo, ordenó la masacre de más de 10,000 haitianos.
Dos veces a la semana, a miles de comerciantes haitianos se les permite cruzar al lado dominicano para comprar y vender de todo, desde ropa usada hasta vajilla. En un puesto del mercado, una multitud de haitianos recogía montones de camisetas usadas, metiéndolos en bolsas de plástico para el propietario de un taller dominicano, Juan Liriano, que dice que está en conflicto con las deportaciones.
Él les paga a los trabajadores haitianos cerca de US$3.50 al día, más los alimentos. Él debe pagarles a los dominicanos casi US$11.00, sin incluir el transporte. Pero dice que todo el mundo debe cumplir con la ley de inmigración.
“Si yo me fuera a Estados Unidos sin papeles, me deportarían”, dijo. “¿Cual es la diferencia?”
Joseph Vilna, uno de sus trabajadores haitianos, mantiene a su esposa y cuatro hijos en casa, en Haití.
Vilno le pagó a un contrabandista US$65 para que lo transportara al otro lado de la frontera, una pequeña fortuna para él. Ahora se pregunta si será deportado, y si podrá colarse de nuevo.
“No tengo otra opción”, dijo Vilno mientras Liriano le ponía una mano en el hombro, un gesto cálido, pero paternalista. “Para mí no hay nada en Haití”.
En la capital, Santo Domingo, el plan de registro ‒o deportación‒ de haitianos ha ido bien para muchos dominicanos, que suelen quejarse de que la migración ilegal es un lastre para el sistema público.
“Creo que deben deportarlos”, dijo Fiorela Olivero, de 26 años, mientras caminaba con su esposo y dos hijos. “Los haitianos están invadiendo nuestro país. Hay un haitiano en cada esquina”.
Felix Rosario, de 54, es dominicano, pero con su piel oscura dice que a menudo lo confunden con un haitiano. El otro día, recordó, un camión de la inmigración lo detuvo en la calle y le ordenó subir.
“Le dije, ‘Soy más dominicano que tú, porque eres de una loma y yo soy de la capital”, dijo que le gritó al oficial.
En Barrio Cementerio, en el pequeño pueblo de Sabaneta, todos se conocen.
Algunos respaldan a sus amigos haitianos, negándose a dejarse atraer por los vientos políticos en Santo Domingo. Otros dicen que, amistades aparte, es hora de que los inmigrantes ilegales se marchen.
“Si yo estoy viviendo en este o en cualquier país como inmigrante, yo debería conseguir un trabajo y trabajar para ganar suficiente dinero para legalizarme”, dijo Francisco Peguero, el presidente de la Cruz Roja local, que cuenta aquí con haitianos ilegales entre sus amigos.
En la misma calle, Fabian, un joven líder de una pandilla dominicana, se negó a ceder.
“Si la policía envía una patrulla a mi barrio buscando a mis amigos, yo los voy a ocultar en mi casa”, dijo, de pie, dentro de su casucha de latón. “Y no entiendo por qué me pregunta eso”.
Roberto, un dominicano que trabaja en una tienda de suvenires en la cercana ciudad de Cabarete, está casado con Yoseline, una mujer de ascendencia haitiana.
Ella no tiene la documentación, aunque no por falta de intentos. Obtuvo una declaración jurada con siete testigos que declararon que ella nació en República Dominicana. El mes pasado, dos días antes de la fecha límite de registro fijada por el Gobierno, la familia recibió una carta indicando que la documentación era insuficiente.
“Imagínese si su esposa nació aquí, pero se enfrenta a la deportación a un país del que no conoce nada”, dijo Roberto, que habló bajo la condición de que su familia no sea identificada por el apellido. “A ella se la van a llevar, y nuestro matrimonio, y nuestras vidas quedarán destrozadas”.
Sus hijos, de de 1 y 3 años, se verían obligados a irse con ella, teme Roberto. Ellos tampoco tienen documentos.
Cerca de allí, dos hombres con el mismo nombre, Juan, se sentaron juntos al borde de la sombra proyectada por el toldo del cibercafé local. Uno de ellos, Juan Presime, es el dueño del café, que se coló en el país hace una década, a los 14 años de edad. El otro es Juan Tapia Thomas, el oficial de policía.
Durante el último año, Tapia ha tratado de convencer a sus amigos de Haití para que se registren, aconsejándolos sobre cuál de los notarios es el más barato, que centros de registro tenían las filas más cortas y cuáles abogados son honestos.
Pero muchos no pudieron completar los pasos debido a obstáculos burocráticos o financieros.
“Muchos de los haitianos que han pagado honorarios siguen teniendo que pagar más, y presentar más documentos, sienten que los están robando”, dijo el oficial de policía.
Eso, al parecer, es lo que le pasó al señor Presime. A pesar de que tiene un recibo, no tiene ninguna documentación formal para evitar la deportación. Y Tapia está ante un dilema insoluble, entre su trabajo y su amigo.
“Y ahora, estamos llegando al final”, dijo.