SANTO DOMINGO, República Dominicana.- Los pies de la mujer, descalzos y polvorientos, se extienden entre los pocos espacios vacíos que quedan debajo del elevado de la 27. Dormita intranquila en medio del murmullo, teniendo como almohada su mano derecha, cubriendo con el otro brazo los ojos, mientras que otra mujer – más joven, pero igual de ajada – juega con un niño de cinco años, quien ajeno a su alrededor, se entretiene con las travesuras de la dama, quien le aprieta los buches y le hala las orejas para hacerle reír.
Frente a Caribe Tours, los bocinazos para espantar las almas que cruzan de un lado a otro de la acera, para comprar botellas de agua, maní, sándwiches de pan de agua, queso o alguna fruta que venden con obstinación.
“¡Mabí bueno, bueno, bueno!”, grita un señor que camina entre los cuerpos echados en el suelo gris y ceniciento de la isla formada por los últimos tramos del elevado, compartiendo el espacio con los cadáveres de plástico desparramados en el lugar.
El ministro de Interior y Policía, José Ramón Fadul, informó que hasta el momento se han inscrito 275.000 extranjeros indocumentados. Asimismo, indicó que se extendería el horario de atención a los extranjeros hasta las 12 de la media noche.
Un hombre golpeado por los años se sienta sobre uno de los triángulos de concreto que emergen del suelo. Observa el carnaval de piernas que transitan en diferentes direcciones. La mirada se concentra en el vacío por un momento, hasta que le tocan el hombro cubierto con un poloshirt negro y franjas blancas. Eleva los ojos y sonríe, haciendo un comentario en creole a quien ha captado su atención.
Suenan otra vez las bocinas al cambiar de rojo a verde el semáforo. Instantáneamente, agentes de la Policía Nacional intentan mantener las personas a un lado de la acera.
Un agente, con ojos llenos de noches sin dormir, lanza una mirada lasciva que aterriza en las caderas y glúteos de una mujer que bordea el gentío sentado en el borde de la isleta, sin reparar en los rostros agrietados por la angustia y el Sol, asistente cuasi permanente a las madrugadas de zafras, la mezcla de cemento y amaneceres de corte de caña.
¡Para rapa pará! Retumban los tambores azotados insistentemente, acompañado el ritmo de “sin cañeros no hay azúcar”, coreado por los más jóvenes, miembros de la Unión de Trabajadores Cañeros de los Bateyes.
Una guagua se para en el medio del paso peatonal para dejar y recoger pasajeros, ante la mirada indiferente de un Amet –por costumbre o por desdén –. “Duarte con Parí… Duarte, morena, Duarte”, grita el cobrador como si nada, mientras que los pasajeros se sirven del banquete desesperante servido en la mesa de concreto y talvia.
El semáforo cambia el rostro y da paso a la guagua. El cobrador corre detrás de ella, agarrando con una mano el pantalón y con la otra, las papeletas de 50 y 100 pesos, obtenidas durante el día. Suelta el pantalón y da un salto, para aferrarse a la ventana del vehículo, poniendo los pies en la barra de la defensa.
“¡Duarte, Duarte!”, sigue gritando, agitando la mano del menudo en el aire y apuntando al horizonte. “¡Duarte!”, vocifera una última vez, antes de dar un golpe en la parte superior de la entrada del autobús. “¡Muévela!”, ordena al chofer, dejando tras de sí una nube negra que se disipa con el paso de otro vehículo.
“Estoy a la buena de Dios”
En la esquina de la avenida Francia y Leopoldo Navarro, una camioneta de la prensa sirve como refugio del calor a un señor que mira por el retrovisor la escena de la acera del frente: una hilera de brazos que se levantan, cuerpos que se agitan y voces que mezclan el español y el creole.
Una joven mujer recién parida pide permiso a un policía, para sentarse en el borde de una jardinera entre la basura, con un niño en brazos, cubierto con un manto blanco. Extiende la morena mano y descubre el rostro de la criatura antes de acercarlo al seno desnudo.
Agita las piernas, a la vez que dos lágrimas se escapan de sus ojos para lanzarse a su regazo, abrumada por los flashes de las cámaras y la multitud que observa la escena.
“¡Vámonos!”, le ordena a una mujer que se le acerca desde la calle. Aprieta el pecho y lo aleja de los labios del infante antes de incorporarse, dejando al descubierto por un instante la fuliginosa tetilla. Lanza un paño a los hombros y vuelve a cubrir el rostro del pequeñuelo.
Frente a ellas, cuatro jóvenes de la Cruz Roja Dominicana arman una mesa y colocan la bandera característica de la entidad. Uno, dos, tres, cuatro recipientes de agua sobre la mesa, para refrescar la sed física de quienes lo necesiten.
Fadul explicó que a partir del jueves 18 de junio, dijo, empezarán a procesar por un periodo de 45 días los documentos depositados por los extranjeros en condición irregular en el país. Solicitó a estas personas mantener un documento de identidad al salir de sus hogares, “por cualquier circunstancia que se presente”.
“Vine en el 2010. Tengo mi pasaporte, gracias a Dios”, cuenta Marta, quien asegura que como otros, ha visto obstaculizado el proceso de registro en las oficinas del Ministerio de Interior y Policía. “Tengo mis hijos allá (en Haití). Mi madre nunca quiso que los trajera”, narra, con los ojos ocultos detrás de unas gafas oscuras. “Estoy a la buena de Dios”, dice resignada, abanicándose con los papeles pendientes de depósito.
Dos trabajadores del Ministerio llaman a otro grupo a través de un megáfono, contrastando nombres y fotos, ante quejas casi ahogadas de pagos en negro de 500, 1000 y 2000 pesos o de amiguismo para entrar y poder efectuar el registro. “Algunos que no pagamos, no entramos”, comenta Marta antes de recostarse de la verja que separa la acera y parqueo de la edificación.
Algunos llegaron con la luz del amanecer, otros llevan hasta tres días en el lugar, manteniendo siempre el temor de perder su puesto en la fila, sin tener siquiera, un lugar en el que puedan desahogar la tripa y la vejiga, cuando se presente la necesidad.
Otras historias hablan sobre el abandono de la familia en Haití para aventurar en tierras quisqueyanas, en búsqueda de un mejor porvenir.
“Yo vine aquí cuando tenía seis años. Mi papá cortaba caña. Yo vivo de la construcción”, dice un señor que se identifica como Jean Paul Pie, sentado en la jardinera que mira inquieto el pasar de los vehículos. Conversa fugazmente con una señora entrada en edad, guardando silencio un momento al escuchar una nueva pregunta. “Yo ya no tengo nada allá. Si me mandan para Haití, será como morirme…. morirme, será”.
La fila interminable de afuera del edificio de Oficinas Gubernamentales Juan Pablo Duarte – El Huacal –, monitoreada constantemente por una decena de Policías, armoniza con la fila dentro de la estructura: cabezas desnudas, pintadas de negro y blanco; cabezas cubiertas con pañoletas, blancas, azules, verdes; cabezas con gorras del peledé, de los Yankis, del Licey y de Los Toros. Cabezas que se quejan por la espera y otras que se preguntan sobre su destino. Cabezas y cabezas hasta superar el centenar.
“¿Y su esposa?”, le pregunta la joven mujer a un señor con la cara arrugada por el Sol y las manos duras por el machete, cuando le extiende el papel con sus datos a la funcionaria.
“Se está muriendo”, le responde a la mujer, con voz teñida por el acento de los ciudadanos del vecino país y que comparte con los dominicanos una isla. La mujer sigue escribiendo tranquila.
Detrás de ellos, un grupo aguarda sentado su turno, sin otra opción más que esperar un “próximo”, “siguiente”, “el que sigue”, que le haga saber que puede respirar, porque serán tomados sus datos; un paso de avance en la regularización.
11:59 PM
La tarde llega y se va, dejando tras de sí, un cielo anaranjado y rojizo. El transcurrir de las horas empuja la desesperación y la angustia, y achica el estómago, en medio de un proceso que tiene como punto final, el último minuto del 17 de junio.
Una mujer desahoga su pecho y vuelca sus quejas al proceso y a los retrasos sufridos en el día, ya convertido en noche. Mastica un juramento mientras se aleja de los reporteros, entre los curiosos, con la incomodidad y el no saber impreso en los ojos.
Destellos anémicos de unas bombillas se duermen sobre el parqueo del edificio. Los grupos siguen su camino lineal a las entrañas de El Huacal. Cabezas cansadas, cabezas cuyo primer pensamiento ahora es comer, esperan ser llamados. Unos pocos afortunados se sientan en un murito al pie de las escalinatas, para descansar los pies.
"Siguiente", "próximo", "el que sigue", son palabras que anhelan escuchar y por fin hacer el registro que podría cambiar su futuro, un futuro que muchos podrían no tener a partir de las 11:59 PM.