SANTO DOMINGO, República Dominicana.- El tiempo camina entre el sonido estrepitoso de los cláxones de los vehículos y la brisa atestada de humo que emana de los escapes de camiones, guaguas y carros del concho, de motocicletas y de “plataneras”.

La cara rojiza de un semáforo ordena a los conductores a detenerse, que unos toman como una recomendación para que “procedan con precaución”, y un marcador digital carmesí empieza su marcha a la inversa, mientras que los motoristas reniegan la existencia de este ser supremo pintado de amarillo, crucificado en lo alto de sus cabezas.

Los chiriperos se aglutinan entre los vehículos que aceptan el “alto”. Una joven alta y morena se contonea hasta una camioneta pintada de blanco y fango, y le pasa al chofer una botella con agua, que saca de un malogrado tanque.

Potes en manos, niños corretean entre los coches lanzando esponjas como bumeranes sin retorno a los parabrisas, seguidas de un chorro de agua jabonosa, que reciben como saludo brazos levantados y escobillas que arrastran de un lado a otro el jugo espumoso de la botella.

Ana María Guzmán, de 28 años, los observa, sentada sobre el muro que se levanta sobre la isleta, frente al motel La Rotonda, en la avenida San Vicente de Paúl, con Carretera Mella.

“La necesidad me impulso a ser limpiavidrios”, asegura, con los ojos clavados en el concreto. “Tengo cinco niños (de 13, 11, 10, 3 y 1 año de edad), soy madre soltera y mis hijos se mueren de hambre. Tengo que salir a buscar comida y si no hago este trabajo, para no prostituirme, limpio vidrios en las calles”.

Algunos de los cabellos se revelan y se levantan del pelo ajustado en un moño azabache que ahora empieza a deshacerse. La rigidez en su rostro crea en los márgenes de sus labios y en sus mejillas, fisuras que marchitan sus facciones.

Cuenta que el padre de sus hijos fue acusado de homicidio hace tres años, pese a que sólo se le dictó medida de coerción de tres meses en la cárcel de La Victoria, Santo Domingo Norte, por lo que le corresponde suplir sola las necesidades de su familia.

Los vehículos avanzan ante el rostro verde del semáforo. Rojos, grises, blancos y azules, los conductores imprimen en el asfalto la prisa de sus neumáticos, haciendo malabares para esquivar a algunos vendedores de rusticas alcancías, tarjetas y “Skim-ice” que buscan refugio en las orillas.

Madre desde los 15 años, hizo del agua jabonosa y una esponja carcomida por el tiempo, sus aliados desde el 2009, empujada por la falta de oportunidades nacidas de la carencia de formación educativa, oportunidades de empleo y la exclusión social.

“Me manejo para mantener a mi familia, aguantando boches de la gente, maltrato”, lamenta, “pero Dios me da fuerzas y vengo y se consigue, aguantando desprecios”, asevera, con los brazos cruzados, mientras mueve inquieta una de sus piernas, mientras continúa con su confesión de penurias.

“Mucha gente piensa que quien hace este trabajo piensa que es para droga. Lo ven como una charlatanería, pero para nosotros es un trabajo, porque tenemos necesidad”.

“No pienso en mi, pienso en los niños”.

Su mirada se estrella de nuevo con el suelo. Frotándose los pies y jugando con sus dedos, desembaraza su pecho de los improperios, ofertas sexuales y agresiones físicas tantas veces lanzadas por conductores e incluso por sus compañeros, y que provocan un aguacero de clemencias al Todopoderoso para mantener la cordura, mientras que otros días, amanece con los “cables voltiao”.

“No pienso en mi, pienso en los niños. Ellos no resisten que llegue con los bolsillos vacios. Tengo que llevarles algo”, relata, haciendo una pausa. Sacude la cabeza, como perdida en un pensamiento. “Cuando llego a la casa sin un peso, lloro y me mortifico”, dice.

Su ojo izquierdo se oculta tras su parpado, para guardarse del brillo inmisericorde del Sol del mediodía, reflejado en el parabrisas de uno de los vehículos que pasan a centímetros de la acera.

“Como mujer, me invitan a hacer el amor o me dicen muchas cosas obscenas. Me dicen drogadicta, despégate de ahí, porque creen que es para drogas. Pero Dios sabe que no es para drogas, que eso es para uno comer”.

En septiembre de 2013, un joven limpiavidrios conocido como Miguel Méndez Figueroa, de 25 años de edad, fue ultimado de un disparo por un automovilista, en la avenida Sarasota, esquina Jiménez Moya, en Bella Vista, tras una discusión originada entre el conductor y la victima.

Residente en el populoso barrio Villa Liberación, de Santo Domingo Este, Ana María gasta unos 50 pesos en ida y vuelta, para tratar de conseguir el sustento diario, que en días buenos, pueden llegar hasta los 400 pesos. En fechas de cobro se hace más, porque la gente se conduele, explica, y regala algo, pero “echan más boches de lo que regalan”.

Explica que debe levantarse a tempranas horas del día, para preparar a sus niños para que puedan ir a la escuela pública y dejarles cualquier cosa que esté a su alcance como almuerzo, y de esa manera estar a las siete de la mañana en la intersección en la que desarrolla su oficio, hasta las nueve de la noche, recibiendo, cuando la “mano afloja algo”, dos o cinco pesos por sus servicios, con lo que logra poner comida sobre su mesa y en el estomago de su familia.

“A veces como en el comedor económico y cuando me va bien, me compro una comida de 70 pesos y a veces no como nada para llevar el dinero a mi casa. Cuando llego, me “embalo” para el colmado y compro arroz de noche, y así comemos toditos”, dice jugando con la hierba y la tierra de la isleta que parte en dos la avenida San Vicente de Paúl, entre los gritos de los limpiadores que piden donas u algún otro comestible a un chiripero.

“Cuando salgo de mi casa, no veo a mis hijos hasta la noche. Casi no veo a los niños. Cuando llego, los encuentro sin comer o nada más se han comido la merienda que le dan en la escuela, porque a veces no tengo dinero. En los colmados a veces no me quieren fiar, cuenta, haciendo una pausa que se le antoja eterna.

“Nadie me ha ayudado nunca. Dios, na’má”, asevera, rascándose la cabeza con la mano izquierda, mientras acribilla con los ojos el hirviente pavimento gris. La cartera cruzada en el pecho. “Nadie, nadie… Dios”.

Madre.

Mueve los pies y toca con los dedos la corta hierba que asoma sus hojas, mientras que un niño mordido por la curiosidad recorre con los ojos el escenario. Ana María se levanta y desciende a la calle. Camina despacio, pegada a la jardinera amarillenta y curtida que parte avenida la San Vicente en dos, hasta llegar al encuentro con la Carretera Mella.

Esquiva una motocicleta y cruza presurosa hacia diques de concreto y que desde lejos parecen escombros que completan la división entre los carriles Este-Oeste. Coloca las manos en la cintura y espera a que la marea de vehículos sucumba ante el rostro colorado del semáforo.

Según Ana María, los limpiavidrios enfrentan en las calles afrontan problemas de salud causados por el humo de los vehículos y los accidentes de tránsito, causando afecciones pulmonares, y graves lesiones físicas.

Cubeta en mano, corre hasta una alcantarilla y rueda la pesada tapa de hierro hasta descubrir el preciado líquido que le ayuda a su sustento. Llena el recipiente y coloca la gruesa cubierta, sorteando los vehículos que se lanzan sobre ella. Forma con las manos un cántaro y refresca su rostro y la nuca con el agua maloliente, y seca el exceso de humedad con la manga derecha de su blusa.

Destapa un frasco de refresco y que conserva un líquido amarillento que vierte en el agua y sobre la esponja, y la revuelve para formar la lavazas. Introduce en el recipiente una botella plástica de color gris oscuro y la llena casi hasta el tope. Regresa a su faena y dispara a chorros el contenido jabonoso de la botella, limpiando los cristales de los vehículos, buscando algunas monedas, antes de regresar a la isleta en la San Vicente. Se sienta en el mismo lugar, al lado de un joven vendedor de arepa, con cachucha roja, que observa el flujo de vehículos.

Aprieta la mandíbula. En su rostro se dibuja el sentimiento de vacío que se produce el pecho al pensar en el abandono materno, a los cuatro años de edad, lo que la condujo a una crianza con un padre soltero, trabajador en el Mercado Nuevo, siempre ausente para mantener su hogar, viéndose Ana María, envuelta entre precariedades y a las puertas del desamparo.

“Siempre he querido meterme a la zona, pero como mi mamá se fue, no me declararon. No tengo cedula ni acta de nacimiento. Por eso me niegan muchos trabajos”, comenta, resignada a pensar que su futuro habría sido distinto de haber tenido el apoyo de su progenitora.

Explica que debido a la falta de documentos, no ha podido realizar la inscripción de una de sus hijas en un centro especializado de San Lorenzo de Los Mina, necesidad que presenta debido a la discapacidad de la infanta.

“Si tuviera a mi mamá de frente, le diría que la perdono por lo que me hizo y que no me llevé de los malos pasos que ella dio”, apunta, sin levantar la mirada. “Dios me dio mis hijos y estoy enfrentando la realidad con mis hijos. Le diría que no les haría el mismo daño que me hizo”.

Esperanza.

“Por Dios es que estoy parada. Él me ayuda todos los días de mi vida”, afirma. “Yo le pido que me ayude y él me ayuda”, asevera, cabizbaja, arrancando con sus dedos una de las hojas que ha nacido en la tierra de la isleta.

Sus sueños vuelan tanto como su imaginación le permite, entre los que numera arreglar su casa: una vivienda en construcción de las que el gobierno no terminó cuando inició el proyecto habitacional en Villa Liberación, y que habita porque no puede pagar un alquiler.

“El dinero no me da para pagar casa. Desearía que el gobierno me ayudara a arreglar mi casa y que el investigaran el caso de mi marido, que es inocente”, dice, con la voz marcada por la instrucción que brinda las calles.

“Hay mucha gente en necesidad, nada más no soy yo. Hay unos que tienen más que otros, pero hay que darle gracias a Dios por todo. Uno no se puede quejar”.

Los cláxones resuenan como trompetas del fin del mundo, al atravesarse un vehículo de transporte público segundos antes de que el rostro del semáforo cambie a rojo.

“Me gustaría quedarme en la casa, cocinándole a mis hijos, siendo ama de casa”, comenta con media sonrisa, que suaviza levemente las facciones de su rostro. “Eso es lo que deseo”.