The Washington Post publicó un reportaje de Joshua Partlow sobre los momentos que viven Ounaminthe, pequeña ciudad haitiana limítrofe con el Noroeste de República Dominicana, a donde están llegando haitianos que han decidido regresar debido a las nuevas políticas migratorias del gobierno dominicano. El periodista Joshua Partlow es jefe de la oficina del Post en México. Anteriormente se desempeñó como jefe de la oficina en Kabul y como corresponsal en Brasil e Irak.

A continuación, una versión de Iván Pérez Carrión en traducción libre:

Una ciudad fronteriza haitiana lucha con las nuevas reglas de la República Dominicana

JUANA MÉNDEZ, Haití.-Varias veces a la semana por las mañanas, durante los últimos cinco años, Smith Laflur deja su choza de bloques de una sola habitación, pasa junto a las chivas callejeras y el cerezo gris por las calles tranquilas de tierra y sale en medio de los gritos y el rugido de motocicletas en esta ruidosa población fronteriza.

Dio un rodeo en torno a los humeantes montones de basura y la ropa que se secaba a la orilla del río Masacre, que separa Haití y la República Dominicana, y saltó sobre el puente fronterizo en su camino hacia otro día de trabajo. En la puerta de metal no ha mostrado un pasaporte -ni documentos de ningún tipo-, pero ha mencionado a su jefe, un funcionario de aduanas que es propietario de varias casas, y con eso, ha cruzado hacia Dajabón.

Con los años, Laflur ha construido una piscina, erigido muros de hormigón, servicios sanitarios fijos, y ha barrido el patio en el Drink Bar, el tipo de trabajo manual duro que alimenta a sus cinco hijos y que es mucho más difícil de encontrar en su Haití natal. Pero su rutina diaria, y los medios de vida de cientos de miles de haitianos están ahora en riesgo por las nuevas normas de inmigración que intentan expulsar a los haitianos que carecen de documentación para que no permanezcan en la República Dominicana, incluso, aquellos que nacieron allí.

“Todo lo que podemos conseguir está aquí”, dijo Laflur en una de las mesas de madera del Drink Bar. “No sé cómo conseguir trabajo en Haití”.

En los días previos a la fecha límite del 17 de junio para que los migrantes indocumentados se registraran para obtener permisos de residencia ‒si es que podían probar que habían vivido en la República Dominicana antes de 2011‒ muchos previeron las redadas policiales y oleadas de deportaciones. Hasta ahora, al contrario, lo que se ha producido son las salidas voluntarias de más de 12,000 haitianos que temen que una represión de este tipo podría volverse violenta.

“El gobierno de la República Dominicana no ha expulsado a una sola persona hasta ahora”, dijo Roberto Rodríguez Marchena, portavoz del Presidente, en una entrevista la noche del lunes. “Nosotros no creamos esto; nosotros no inventamos este maltrato a las personas, ni expulsar a la gente. Lo que queremos -y la comunidad internacional tiene que entender esto, queremos poner orden a nuestro país. Por favor, déjennos poner orden en nuestro país”

Ouanaminthe (Juana Méndez) es ahora el escenario de familias haitianas que regresan en camiones abarrotados con maletas y sacos de yute. En su prisa por salir, abandonaron muebles y electrodomésticos; algunos dijeron que agentes de inmigración les robaron dinero o amenazaron con hacerles daño si no huían. Smith Blanco, un joven de 23 años de edad, quien trabajaba como cocinero en Santo Domingo, se quedó parado sobre un montón de tierra con sus pertenencias, sin saber para dónde ir.

“Yo no quería venir aquí, pero estaba preocupado”, dijo. “Su Presidente quiere que todos los haitianos se vayan. Así que nos vamos”.

El gobierno dominicano ha estimulado estas salidas, ofreciendo viajes en autobús gratuitos hasta la frontera.

“El gobierno de la República Dominicana no ha expulsado a una sola persona hasta ahora”, dijo Roberto Rodríguez Marchena, portavoz del Presidente, en una entrevista la noche del lunes. “Nosotros no creamos esto; nosotros no inventamos este maltrato a las personas, ni expulsar a la gente. Lo que queremos -y la comunidad internacional tiene que entender esto, queremos poner orden a nuestro país. Por favor, déjennos poner orden en nuestro país”.

Las raíces de las políticas de inmigración actuales datan de una ley de 2004 que fue impugnada en los tribunales y no se había aplicado hasta el año pasado, durante la presidencia de Danilo Medina. La ley exige el registro de las aproximadamente 600,000 personas estimadas -haitianos o personas de ascendencia haitiana- que viven sin documentos en el país.

Rodríguez, el portavoz presidencial, dijo que una cuarta parte del presupuesto de salud del país es consumido por los haitianos que viven en el país ilegalmente y que no pagan impuestos, y que más del 40% de los nacimientos en la frontera son de mujeres haitianas.

El Gobierno ha descrito su nuevo programa como mesurado – y con un ojo alerta para evitar las afectaciones a las industrias que dependen de la mano de obra haitiana, y los derechos humanos de los haitianos-. Hay excepciones para jubilados y estudiantes universitarios. Hasta el momento, 288,000 personas han comenzado el proceso de inscripción. El resto, aproximadamente la misma cifra, está sujeto a la deportación si el gobierno así lo elige.

“Estas personas”, dijo Rodríguez, “que están en nuestro territorio deben ir a Haití y buscar sus documentos, y luego solicitar venir a nuestro país con un visado de estudiante o una visa de trabajo.

“Lo que podemos hacer es aplicar [la ley] con humanidad, y esto es lo que vamos a hacer. En nuestro gobierno, no vamos a abusar ni de una sola persona”.

“Las cosas están demasiado calientes”

La frontera más al norte del país ha experimentado algunos de los peores momentos de la problemática relación entre estos vecinos encerrados en una misma isla. Cuando los precios del azúcar cayeron en la década de 1930, el gobierno dominicano trató de expulsar a los cortadores de caña haitianos. El dictador dominicano Rafael Trujillo ordenó una sangrienta campaña militar, con soldados que usaron machetes y palas en la matanza de más de 10,000 haitianos a lo largo del río Masacre.

Leonilda Jus se mudó con su tía a República Dominicana décadas después de esos hechos, en 1974, pero los puestos de trabajo disponibles eran los mismos. Creció cortando caña de azúcar, recogiendo tomates y cebollas. Dio a luz a 12 niños allí, nueve de los cuales sobrevivieron, y, finalmente, se trasladaron desde las afueras de la capital a la norteña ciudad de Santiago. La industria de la caña de azúcar se ha marchitado, pero sus hijos han encontrado puestos de trabajo en la construcción y en las granjas.

El sábado, dos de ellos, Thony Dume, de 29 años, y Félix Mondesir, de 24, trabajaban en una adición a la cabaña alquilada en Juana Méndez, donde se habían trasladado cuatro días antes, para hacer espacio para más familiares procedentes de República Dominicana.

“No fue un problema vivir allí antes. Los policías y muchos otros me conocían”, dijo Dume. “Pero ahora las cosas están demasiado calientes”.

El 2 de marzo, antes de decidirse a mudarse, Dume estaba en la fila en una de las oficinas de inmigración del gobierno para registrarse ‒Ministerio de Interior y Policía Nº DO-29-000345. Eso le daba 45 días para demostrar que tenía el derecho a vivir en lRepública Dominicana, a pesar de que nació allí. Durante ese tiempo, tenía que conseguir la documentación por escrito de siete vecinos para dar fe de su prolongada presencia en el país, además de testimonios de una tienda de la esquina en la que compraba, y prueba de residencia de su propietario, además de un certificado de nacimiento u otros papeles del gobierno, ninguno de los cuales él poseía. Contratar a un abogado para completar el proceso le costaría hasta US$900, dijo, igual a lo que podría ganar en cinco meses en su trabajo ordeñando vacas en Santiago.

En lugar de eso, se subió a un autobús y se dirigió a Dajabón.

Con los años, la ciudad fronteriza dominicana ha crecido hasta convertirse en un bullicioso centro comercial, con vendedores de todo el país vendiendo sus productos en el mercado para clientes haitianos. Los compradores se agolpan en el puente fronterizo con mercancías apiladas sobre la cabeza, cargadas en carretillas y motocicletas.

“Dinamizan nuestra economía”, dijo Ana Carrasco, de 53 años, una dominicana que se retiró del gobierno local para dirigir un restaurante en Dajabón. “La gente viene a comprar huevos, pollo, espaguetis. Si ellos no lo compre en este mercado, no comen. El hambre no tiene bandera, ni frontera, ni color, ni política. Es el hambre. Es necesidad”.

Hasta la semana pasada, cuando ya no podían cruzar la frontera hacia Dajabón, Carrasco utilizó trabajadores haitianos para que trabajaran en su restaurante y limpiaran su casa. Ella dijo que apoya el esfuerzo de registro (de extranjeros) pero está preocupada por el daño que la política pueda causar a la economía. Los dominicanos en Dajabón han llegado a depender de los servicios en la sombra que ofrecen los haitianos. Todos los días en el restaurante de Carrasco, los haitianos llegan con sus ofertas y mercancías: lustrabotas, niñas que venden ropa de bebé, una mujer que vende tampones con la marca de fábrica a mitad del precio que cobran en las tiendas.

“Este problema afecta a mi negocio, porque mis empleados no pueden venir a trabajar”, dijo Carrasco. “Pero tenemos que resolver esto; el país debe ser capaz de saber quiénes son. Tienes que hacerlo, por la cordura de todos. No importa cuál sea el costo, tiene que suceder”

“Este problema afecta a mi negocio, porque mis empleados no pueden venir a trabajar”, dijo Carrasco. “Pero tenemos que resolver esto; el país debe ser capaz de saber quiénes son. Tienes que hacerlo, por la cordura de todos. No importa cuál sea el costo, tiene que suceder”.

Otros dueños de negocios en Dajabón tienen más que perder. En las 1,700 hectáreas de cultivos de arroz de Hiroshi Rodríguez, el trabajo manual lo hacen trabajadores haitianos traídos en camiones, porque, dijo, “los dominicanos no quieren trabajar”.

En distintas ocasiones durante los últimos dos meses, los soldados y los funcionarios de inmigración han venido y se han llevado a sus trabajadores. Le resulta particularmente frustrante porque los soldados, dijo, aceptan sobornos de los agricultores para que los jornaleros pasen los puestos de control de carretera.

“Esto me enfurece”, dijo. “Ellos no me dejan trabajar, pero están traficando haitianos”.

“El gobierno va a tener que reconocer que todas las empresas los necesitan”, agregó. “Muy pronto esto va a explotar”.

Cansado de andar a huyendo

El sábado por la mañana, Smith Laflur se dirigió hacia el puente. Era el tercer cumpleaños de su hijo, y si él iba a pagar por un presente, tenía que llegar al Drink Bar. Se abrió paso entre la multitud hasta la puerta de la frontera. Le dijo al guardia quien era, y el nombre de su jefe, pero esta vez el hombre negó con la cabeza.

“Hoy no”, dijo. “Las cosas no andan bien en este momento”.

Laflur discutió por un tiempo, luego se apartó y se sentó en la barandilla del puente. Algún tiempo antes había considerado tratar de llegar a Estados Unidos, pero tenía miedo del océano abierto. Él no tenía el dinero para solicitar un pasaporte haitiano, y su jefe en República Dominicana nunca lo había ayudado con un permiso de trabajo. Estaba cansado de andar a escondidas.

“Quiero llegar a un país con mis propios papeles”, dijo. “Quiero poder caminar como un hombre libre”.

Fuente: The Washington Post