Hoy lunes, 27 de enero 2020, se cumplen cien años del nacimiento de un gran dominicano y pastor de nuestra Iglesia. Me refiero a Monseñor Juan Félix Pepén Solimán.
Tan señalada conmemoración no debe pasar desapercibida, pues, aunque este Pastor tan afable y humilde como culto y discreto, nunca procuró honores ni reconocimientos, es mucho lo que la sociedad y la Iglesia dominicana deben a su fecunda y ejemplar trayectoria, encarnada con espíritu evangélico en las difíciles circunstancias históricas, sociales y políticas de la segunda mitad de nuestro siglo XX.
En abono a lo antes expuesto, cabe destacar que el 31 de enero de este año, celebraremos el 60 aniversario de la Carta Pastoral Colectiva de los obispos dominicanos, memorable documento del magisterio eclesial dominicano que provocó la crisis en las relaciones entre Trujillo y la Iglesia y marcó el principio del fin de la terrible dictadura, como nos lo han recordado los Señores Obispos en su importante Carta Pastoral de este año con motivo de la Festividad de Nuestra Señora de la Altagracia.
En aquellos singulares acontecimientos, y muy especialmente en la gestación de la Carta Pastoral, Monseñor Pepén, entonces el más joven de los seis obispos dominicanos, jugó un papel destacado que es preciso recrear para las presentes y futuras generaciones con especial sentido de gratitud.
Nació Monseñor Pepén en Higuey el 27 de enero de 1920. Fue el segundo de los cinco hijos procreados por Don Felicindo Pepén de León y Doña Luisa Solimán. Le precedió en la venida al mundo su hermano Sinforoso y le sucedieron sus hermanas Luisa, Alba y Dora.
Luego de concluir sus estudios primarios e intermedios en su pueblo natal, ingresó al Seminario Conciliar de Santo Domingo, situado entonces en el antiguo Convento de los Dominicanos, el 1 de octubre de 1934.
El 29 de junio de 1947, por imposición de manos de Monseñor Octavio Beras Rojas, fue ordenado sacerdote en la Catedral de Santo Domingo y el 13 de julio de ese mismo año celebró su primera misa en el antiguo Santuario de Higuey. El 28 de octubre de 1951 obtuvo el Doctorado en Filosofía en la Universidad de Santo Domingo, ocasión en la que defendió su tesis sobre la influencia de la Iglesia Católica en la formación de nuestra nacionalidad, publicada como libro tres años después y premiada en los juegos florales nacionales celebrados en octubre de 1952.
Entre 1947 y 1954 sirvió como capellán de los colegios Quisqueya y Santa Clara. Fundador de la Asociación de Maestras Católicas, en colaboración con Monseñor Ricardo Pittini en 1948. Corresponsal del periódico “Noticas Católicas”, con sede en Washington, DC.
Entre 1954 y 1957 fungió como Párroco de San Antonio de Padua. De 1957 a 1959 sirvió como Asesor de la Juventud Universitaria Católica (1947-1959). Profesor de la Universidad de Santo Domingo (1958-1959), Pro Vicario Castrense y Canónigo Honorario de la Arquidiócesis de Santo Domingo (1958) y Asesor de la Unión de Empresarios Católicos (1957-1959).
Lejos tenía el entonces el joven Padre Pepén- pero así son las sorpresas del espíritu- que la Divina Providencia le tendría reservada la misión episcopal en aquellos días aciagos donde reinaba la asfixiante tiranía, pues en febrero de 1959 había expresado a su madre: “al que le caiga una mitra en la cabeza en la República Dominicana en estos momentos, lo compadezco”. El 1 de abril de 1959 fue designado como primer Obispo de la recién creada Diócesis de la Altagracia. Fue consagrado obispo el 31 de mayo del mismo año, tomando posesión canónica de la Diócesis el 12 de octubre de 1959.
Para su escudo episcopal escogió como lema “Veritas Et Iusticia” (Verdad y Justicia), dos valores definitorios de lo que fue su pensamiento y accionar como ser humano y como pastor, entregado sin reservas a la defensa y promoción de la dignidad humana.
Monseñor Pepén en los días finales de la tiranía trujillista. Su activa participación en la gestación de la Carta Pastoral de enero de 1960.
Tal como indicáramos al inicio del presente artículo, Monseñor Pepén fue el obispo más joven de los seis que el 25 de enero de 1960 firmaron la memorable Carta Pastoral de enero de 1960, la cual marcó definitiva distancia entre la Iglesia y el régimen de Trujillo después de casi tres décadas en que las mismas transcurrieran por cauces de armónica interdependencia, exceptuando el breve periodo en que fungió como Administrador Apostólico de la Arquidiócesis de Santo Domingo el Padre Rafael Conrado Castellanos y Martínez, tras el fallecimiento de Monseñor Armando Lamarche, es decir, entre el 26 de septiembre de 1932 y el 21 de enero de 1934.
Pero a partir de 1959, y muy especialmente, al fortalecerse el movimiento clandestino 14 de junio después de las expediciones de Constanza, Maimón y Estero Hondo, comenzaron a agrietarse significativamente los cimientos sobre los que descansaba la férrea tiranía. Ya desde ese momento Trujillo esperaba de la Iglesia una condena pública de la expedición, la cual no se produjo amén de que a partir de entonces arreciaron los asedios y las persecuciones contra sacerdotes, como fue el caso del Padre López Pedraz, de la Compañía de Jesús, Rector del Seminario Santo Tomás de Aquino, persecución que se tornaría más brutal y sistemática después del develamiento, a finales de enero de 1960, de las actividades clandestinas del 14 de junio.
Para la Iglesia fue también una época de cambios extraordinarios. En 1958 fallece el Papa Pío XII, asumiendo la conducción de la misma el Papa Juan XXIII, cariñosamente llamado “El Papa bueno”. Muchos lo consideraron un “Papa de transición” o “de avenencia”- de hecho, su Pontificado duró apenas cinco años (1958-1963), pero de tanta intensidad; de medidas tan revolucionarias, que trazó un nuevo e inesperado rumbo a la marcha eclesial al convocar el Concilio Vaticano II, sorprendiendo aún a los más escépticos.
Una palabra, especialmente, señalaría la hoja de ruta del Pontificado de Juan XXIII, “aggiornamento”, que cabe traducir del italiano como “puesta al día”. La Iglesia, para ser fiel a Jesucristo, no podía ni puede ser ajena a los gozos y dolores de la humanidad.
Fue en este espíritu de renovación de la Iglesia que correspondió a Monseñor Pepén asumir su difícil tarea episcopal. La sociedad dominicana también clamaba por el cambio después de casi treinta años de crueldad y barbarie y esperaba de la Iglesia un golpe de timón; una clarinada de esperanza que llevara aliento y consuelo a la atormentada familia dominicana.
La llegada al país de Monseñor Lino Zanini como nuevo Nuncio Papal, en sustitución de Monseñor Salvatore Siino, el 25 de octubre de 1959- un día después del cumpleaños de Trujillo- decisión prudentemente calculada para dar cumplimiento a las instrucciones del Vaticano de “mantener prudente distancia del régimen” de Trujillo, sería otro factor clave en el cambio de actitud de la Iglesia hacía la tiranía.
El mismo Monseñor Pepén así lo reconocería en artículo publicado a la muerte de Monseñor Zanini en hermoso artículo con motivo de su muerte ocurrida en Roma, precisamente el 25 de octubre de 1997. Afirmaría al respecto: “es en obsequio de las nuevas generaciones que hemos de revivir en este pueblo la memoria del Nuncio Zanini, quien en cumplimiento de su misión apostólica y en el momento preciso y necesario, con la luz y la fuerza del Espíritu Santo y un valor increíble, enfrentó aquella situación de pesadilla y muerte al hacer posible que la voz de los seis obispos de entonces en esta Iglesia se levantara en conjunto para decir a la opresión reinante ¡basta! Esto sorprendió a todos los dominicanos, comenzando por los propios agentes d la represión”. (Monseñor Juan Félix Pepén. El Nuncio Lino Zanini. Anexo a sus memorias “Un Garabato de Dios”. Ediciones Peregrino, Santo Domingo, 2003. Pág. 288).
El 20 de enero de 1960 el joven Ex. Seminarista Hipólito Medina llegó hasta el Obispado de Higuey en deplorables condiciones físicas y emocionales, buscando protección de Monseñor Pepén ante las torturas y persecuciones infligidas por los esbirros del régimen. Era la víspera de la festividad de Nuestra Señora de la Altagracia.
Después de celebrar la misa solemne de aquel día- y luego de procurar resguardo seguro para el joven perseguido- se trasladó Monseñor Pepén hasta la Nunciatura Apostólica, donde expuso a Monseñor Zanini y al Secretario de la Nunciatura Monseñor Luis Dossena, la dolorosa experiencia vivida.
Cabe recordar que ese mismo día, en horas de la mañana, al momento de terminar de acompañar al Padre Juan Antonio Abreu en la celebración de la misma en la Parroquia Santa Rosa de Lima, de la Romana, fue apresado el entonces Seminarista Luis Ramón Peña González, cariñosamente “Papilin”, hoy un mártir de la Iglesia y de la Patria, miembro del movimiento clandestino 14 de junio y quien fue salvajemente torturado y luego muerto a palos en la cárcel de la Vega, al negarse valientemente a secundar los siniestros planes de Jhonny Abbes García, quien había orquestado un plan macabro contra los obispos dominicanos.
Se esperaba de Papilin la firma de un documento mediante el cual recociera la farsa de que por la playa de Macao había entrado un contrabando de armas, el cual había sido gestionado por Monseñor Pepén con militantes del exilio.
La respuesta de Zanini a Monseñor Pepén no se hizo esperar, conforme relata en sus memorias: ¡ No hay tiempo que perder” La Iglesia tiene que dejar oír su voz y hablar claro!. Y le pidió al momento la redacción de un borrador de un documento público que pudieran ver juntos al día siguiente. El borrador redactado por Pepén pareció al Nuncio con exceso de prudencia, por lo que consideró que era necesario un documento más contundente. Pidió a Monseñor Pepén recomendarle quién podría ser, sugiriéndole este que, ciertamente, conocía a alguien que podría recomendar.
Fue en la misa de cuerpo presente de Monseñor Pepén, fallecido el 21 de julio del 2007, cuando se despejó el enigma de quién había sido el autor del borrador de la Carta Pastoral de enero de 1960. Monseñor Pepén, único obispo vivo de los seis firmantes, reveló al Cardenal López Rodríguez, y así lo hizo público en la homilía de aquel día, que ese “alguien” fue el destacado sacerdote, humanista, historiador y orador sagrado de la Orden de Predicadores (los Dominicos), Fray Vicente Rubio.
Cabe significar que Monseñor Pepén mantenía estrechos vínculos con los sacerdotes domininicos, pues su residencia familiar estaba muy próxima al célebre convento en cuyas paredes, siglos antes, resonaron vibrantes los clamores de justicia de Fray Antón de Montesinos a favor de la causa de la población indígena.
Caída la dictadura, continuaría Monseñor Pepén su infatigable trabajo apostólico a favor de la educación, la promoción humana y social, la formación y animación de grupos apostólicos y sus servicios invaluables a la Iglesia, entre ellos, por pocos meses, el de la Rectoría de la Universidad Católica Madre y Maestra, hoy Pontificia en el periodo comprendido entre el 15 de junio 1967 y el 17 de enero de 1968).
Para otra ocasión quedará reseñar la defensa asumida por Monseñor Pepén en defensa de los campesinos sin tierra del este; sus afanes para ver prosperar la educación integral en su Diócesis y en país; sus frecuentes reclamos de libertad en los difíciles doce años.
En 1975 resignó sus funciones como Obispo de Higuey en complejas circunstancias y cuando más intensa era su lucha a favor del campesinado del este, en momentos en que el capital foráneo penetraba con más fuerza en aquella región. A pesar de su frágil salud, siempre quedó por despejar la incógnita de si, además de este factor, concurrieron presiones que motivaran su traslado como obispo auxiliar de Santo Domingo en 1975, servicio que prestó a la Iglesia, igualmente, con su proverbial entrega, hasta su retiro definitivo por razones de edad en 1995.
Recuerdo agradecido a Monseñor Pepén en el centenario de su nacimiento.