REDACCIÓN.-Los vínculos y las amistades de Mario Vargas Llosa en la República Dominicana no son nuevos. Tampoco sus opiniones sobre los pueblos dominicano y haitiano.

A propósito de la polémica que ha generado el otorgamiento del Premio Internacional Pedro Henríquez Ureña, de República Dominicana, oportuno es recordar lo que el gran escritor peruano dijo en 1999.

En esa ocasión, con motivo de un vieja a la frontera sostuvo que afirmar que los haitianos que trabajan en República Dominicana son explotados “es sólo parte de una complicada verdad…pues, lo cierto es que esta explotación es algo que ardientemente buscan (casi todos ellos son ilegales), ya que gracias a ella comen, un privilegio del que por desgracia disfrutan cada vez menos de sus compatriotas”.

A juicio de Vargas Llosa “la República Dominicana es un país pobre que mejora; Haití, un miserable país -el más atrasado del hemisferio occidental- que empeora sin tregua, sumiendo a su desdichada humanidad, cada día más, en un infierno de hambre, desempleo, violencia y desesperación”.

Reproducimos a continuación un artículo que Mario Vargas Llosa publicó en el diario español El País, en 1999, en donde se refiere a una visita que hizo a la frontera dominico-haitiana ese año, acompañado de José Israel Cuello y Félix García (Felito):

La Frontera

Mario Vargas Llosa

Con motivo de la visita a Madrid del presidente dominicano Leonel Fernández, un diario de Santo Domingo ha publicado una interesante antología de la idea que de este país caribeño se hacen los españoles, a través de lo que leen, ven y oyen en las informaciones de prensa o en la publicidad con que las agencias turísticas atraen clientes hacia sus playas y balnearios.

No es la ignorancia lo que más sorprende en estas ideas, sino la estolidez de los prejuicios que manifiestan. De una parte, la República Dominicana aparece como un delicuescente país que, en su agonía tercermundista, vive de exportar prostitutas y sirvientas ilegales a Europa, y, de otra, como un inmenso burdel de mulatas salvajes donde se fornica de sol a sol, a ritmo de merengue y ciclón.

La verdad es que, si se quiere hacer una lista de los países que en la última década de veras han progresado, la tierra que hace cinco siglos pisaron por primera vez los europeos en el nuevo continente, es uno de ellos. Su economía crece a un promedio de entre seis y siete por ciento cada año, tiene una moneda estable, la inflación controlada, un flujo creciente de inversiones extranjeras y una infraestructura que se moderniza de manera visible.

En el mes que acabo de pasar aquí -vuelvo luego de dos años- he recorrido el país en tres direcciones, de un extremo a otro, y los cambios son notables: buenas carreteras, nuevas industrias, fiebre constructora en las ciudades principales -Santo Domingo, Santiago, Puerto Plata- y desarrollo considerable del turismo, que, ahora, ha abierto aeropuertos internacionales, además de Santo Domingo, en La Romana, Punta Cana y Puerto Plata.

"Las relaciones entre los dos países están signadas por una tradición de desconfianza, animadversión, guerras, ocupaciones y matanzas. Pero, nadie lo diría, al llegar a la feria que se celebra todos los viernes en la ciudad fronteriza de Dajabón; en el mercado, que se desborda por varias manzanas, la convivencia parece fraternal."

Su democracia está lejos de ser perfecta, desde luego. ¿Cómo podría ser de otra manera, en un país que ha padecido, acaso con más dureza que ningún otro en Hispanoamérica, la tradición autoritaria? Pero, con sus imperfecciones y vacíos, y aunque principiante, es ya -como Bolivia o como El Salvador, países de los que nadie se acuerda y que también progresan- una democracia, donde la sociedad civil se robustece, el poder militar interviene apenas en la política y una amplia libertad de prensa garantiza una vida cívica multipartidaria.

La pobreza es, desde luego, inmensa y, sin duda, el talón de Aquiles de su desarrollo consiste en que, al igual que en todos los países latinoamericanos cuyas economías han crecido en la última década, él beneficia sobre todo a la minoría dirigente, en tanto que llega a cuentagotas al sector empobrecido y marginado, es decir, la mayoría de la sociedad.

Esto no se debe, como repiten los `perfectos idiotas', a los excesos del neo-liberalismo, sino a la timidez de las reformas liberales emprendidas en los últimos diez años, que ha dejado sin privatizar todavía un ruinoso sector público que grava con saña a los contribuyentes, a la persistencia de monopolios y trabas al mercado, y, sobre todo, a la carencia de programas destinados a permitir el acceso a la propiedad a los pobres.

De todo esto hablo con mis compañeros de viaje a la frontera dominico-haitiana, el periodista y editor José Israel Cuello, que tiene a sus espaldas una larga y valiente trayectoria de resistencia a las dictaduras y es ahora un cáustico comentarista de la vida pública, y Félix García (Felito), empresario del Cibao, que se mueve como pez en el agua por esta región a la que con su optimismo y su empeño está contribuyendo a sacar del subdesarrollo.

Estamos aún lejos de la frontera, pero esta comarca, cuyo paisaje ha empezado a perder la feracidad cibaeña y a erupcionarse de cactus y arbustos espinosos, está ya llena de haitianos. Son los braceros que, machete en mano, y, a veces hundidos en el agua hasta la cintura, limpian, riegan y deshierban los campos, o, en las aldeas, compiten con las bestias de carga llevando en los hombros toda clase de materiales, recogen basuras o abren acequias. Ellos realizan los trabajos más arduos, que los dominicanos ya no harían, no, en todo caso, por los miserables salarios con que ellos se contentan. Pero, atención, decir de estos haitianos que son explotados es sólo parte de una complicada verdad. Pues, lo cierto es que esta explotación es algo que ardientemente buscan (casi todos ellos son ilegales), ya que gracias a ella comen, un privilegio del que por desgracia disfrutan cada vez menos de sus compatriotas.

La República Dominicana es un país pobre que mejora; Haití, un miserable país -el más atrasado del hemisferio occidental- que empeora sin tregua, sumiendo a su desdichada humanidad, cada día más, en un infierno de hambre, desempleo, violencia y desesperación. Como, a diferencia de los individuos, no hay límites para el infortunio de todo un pueblo -los países siempre pueden estar peor-, lo más grave de la desdicha haitiana es que no se vislumbra en el horizonte la menor señal alentadora; por el contrario, las esperanzas que la caída de la dictadura de Cédras y la reposición de Arístide en el gobierno despertaron, se han vuelto a desvanecer, con la gestión de éste, y, más aún, con la de su sucesor y cómplice, Préval, que han reactualizado los viejos hábitos de demagogia, corrupción y despotismo que Papá Doc llevó a extremos paroxísticos.

El resultado de todo ello es el caos político, el gangsterismo callejero y la paralización total de la economía, es decir, condiciones aún más trágicas para la supervivencia de la población. Este problema concierne tanto a Haití como a la República Dominicana, el hermano `próspero' de la isla que ambos países comparten.

Las relaciones entre los dos países están signadas por una tradición de desconfianza, animadversión, guerras, ocupaciones y matanzas. Pero, nadie lo diría, al llegar a la feria que se celebra todos los viernes en la ciudad fronteriza de Dajabón; en el mercado, que se desborda por varias manzanas, la convivencia parece fraternal. Miles de haitianos han cruzado el río Masacre (¡nombre simbólico!) que hace de límite geográfico, para vender licores y la ropa usada que llega a Haití como donativo de organizaciones humanitarias internacionales. También ofrecen perfumes franceses, así como cognac y champagne, que suelen ser falsificados. El espectáculo es efervescente, multicolor, de rica musicalidad. El créole y el español alternan y a veces se mezclan, en una algarabía ensordecedora. No sólo la lengua distingue a haitianas y dominicanas; también, los turbantes que usan aquéllas y la manera de descansar que prefieren unas y otras acuclilladas o sentadas.

La pobreza es extrema, en los cuerpos y atuendos, así como en la naturaleza de los bienes objeto de transacción, y en la abundancia de mendigos, vagos, locos o niños enfermos y deformes; pese a ello, el ambiente transpira energía, voluntad de vida, y no la resignación al infortunio que es tan descorazonadora en ciertos poblados andinos y africanos. El puente fronterizo es una compacta columna de hormigas humanas, los guardias dominicanos han abdicado y no piden papeles ni permisos a los millares de haitianos y haitianas que, venidos de la otra orilla, se llevan en la cabeza canastas de pollo, huevos, costales de yuca y de salmón, varillas de fierro, bolsas de cemento, altos de periódicos viejos, botellones de agua, y, a veces, residuos y desechos que parecen recolectados en basurales. ¿Para qué harían el simulacro de pedirles el visado? Desde el puente diviso a decenas de haitianos que prefieren vadear las escuálidas aguas del río Masacre en vez de cruzarlo. La frontera es un colador a la que ni todas las Fuerzas Armadas dominicanas desplegadas conseguirían sellar.

Converso con un grupo de muchachos venidos de la localidad haitiana vecina de Quanaminthe (que los dominicanos traducen, maravillosamente, por: Juana Méndez). El panorama que describen es desolador: "Pas de travail en Haiti. ¡Nous sommes foutus!" ("No hay trabajo en Haití. ¡Estamos jodidos!") Ninguno cree que las cosas vayan a mejorar. La aspiración de todo el pueblo, me aseguran, es emigrar: a Miami, Puerto Rico, la República Dominicana, Francia, donde sea. "¡Quedarse es morir!" Ellos habían tenido mucha ilusión con el regreso de Bertrand Arístide al gobierno; ahora desconfían de él: "Resultó igual o peor que los otros".

La prometida ayuda extranjera ha llegado a cuentagotas y la desaparición del Ejército no ha cambiado las cosas, pues la actual política opera como solía hacerlo aquél: robando y extorsionando. Y la proliferación de las pandillas de delincuentes ha aumentado la inseguridad y frenado el turismo. Entonces ¿no hay esperanza para ustedes? "Non. ¡Nous sommes foutus!".

La idea de que las endémicas crisis haitianas precipiten una migración ilegal masiva de haitianos a territorio dominicano, que merme o cancele los progresos económicos alcanzados por este país en los últimos diez años, reaparece con frecuencia en las conversaciones que tengo con intelectuales, profesionales y empresarios. Escucho algunas bromas siniestras, referidas a "una solución a lo Trujillo", que aluden a la matanza de miles de haitianos ordenada por el Generalísimo Rafael Leonidas Trujillo en el año 1937 para poner fin a una supuesta invasión económica de los vecinos que hubiera amenazado la soberanía dominicana.

Pero, en verdad, la mayoría de mis interlocutores no saben cómo podría encontrarse una solución para este problema, y se pregunta, perpleja, si realmente existe alguna. Mis compañeros de viaje, en cambio, José Israel Cuello y Felito García, lo ven clarísimo: "La única solución posible es el desarrollo de Haití". En efecto, mientras el desequilibrio económico entre ambos países se mantenga, o, como está ocurriendo, se acentúe, el incentivo para migrar al país vecino en busca de mejores oportunidades, o de mera supervivencia, será irresistible para los haitianos.

Y (felizmente) no hay fuerza humana capaz de impedir esta migración de un pueblo al que la ineptitud y la imbecilidad de sus gobiernos condenan a perecer. De modo que, para el sufrido pueblo dominicano, alcanzar los niveles de vida de una sociedad moderna, con justicia y oportunidades para todos, implica, también, contribuir de manera decidida a que su vecino rompa el círculo vicioso en el que se asfixia desde hace tantos años (después de haber sido en los siglos XVII y XVIII la colonia más rica de América) e inicie también un proceso de desarrollo y modernización.

Félix García ya puso su granito de arena, invirtiendo en una fábrica, en las afueras de Puerto Príncipe. Que le fuera mal -debió hacer frente a la incuria de un socio local y a la suspicacia que en Haití despierta todo el que viene del país vecino "rico"- no ha entibiado su convicción de que la geografía y la historia no deja otra escapatoria a las dos sociedades que se reparten la antigua Hispaniola que batallar juntas contra el subdesarrollo o ser arrasados por él, como son barridas sus costas, cada cierto tiempo, por los ciclones y los maremotos.

Ésta es una conversación que parece lúgubre; pero no lo es, en absoluto. Estamos en el alegre pueblo de Guayubín, rodeados de sembríos de café y de áloe (cuyos campos deshierban las cabras), dando cuenta de dos variantes de un chivo (guisado u horneado), acompañado de arroz blanco con habichuelas y tostones, y sendos vasos de cerveza helada. Los asuntos del diálogo son gravísimos; pero, como ocurre siempre aquí, y acaso en todo el Caribe, los rebaja y aligera el irreprimible humor, la chispa irónica, el gracejo restallante con que el común de los dominicanos enfrenta los desafíos de la vida. Pueblo envidiable, al que siglos de cataclismos políticos, sociales y económicos, no han quitado nunca las ganas de reír.