Amín Pérez/*colaborador/ Huffington Post -La masacre de 1937
En octubre de 1937, tuvo lugar uno de los genocidios más atroces pero menos conocidos de la humanidad. Entre 15,000 y 20,000 haitianos fueron asesinados cruelmente con machetes y palos en la zona fronteriza de mi país, República Dominicana. Aunque esta masacre ha sido documentada por múltiples fuentes, incluyendo el testimonio de muchos sobrevivientes y registros internacionales, el Estado nunca lo ha reconocido. Peor aún, han ocultado su historia real como una forma de silenciar a la población de origen haitiano en el suelo dominicano hasta el día de hoy.
Nací en 1984 en Santo Domingo. Como la mayoría de la gente de mi generación, había oído hablar solo vagamente esta masacre. Cuando era niño, nunca quise saber cómo o qué llevó al exterminio de esta población, únicamente por su origen étnico. La gente comentaba sobre la existencia de una fosa común a pocos metros de la colina que bordeaba la casa de mis bisabuelos en Puerto Plata, una provincia septentrional de República Dominicana. Crecí sin saber qué pasó realmente allí. Sólo sabía que no quería acercarme a ese lugar cuando jugaba cerca.
Solo recientemente me he interesado en escuchar el testimonio de mi abuela. Algunos dicen que es en los momentos de crisis cuando uno es llevado a cuestionar la historia propia. Esta vez no fue diferente. La experiencia cercana a la muerte de mi abuela por un ataque de asma, en el que casi murió en mis brazos cuando corría a la sala de emergencias, me llevó a preguntarle más sobre sus recuerdos de la masacre.
La experiencia de esta mujer rural, que vivió esta matanza inhumana, no sólo confirma que nuestra historia oficial es un fraude, sino también explica por qué un recuento de la solidaridad entre dominicanos y haitianos representa un peligro para los guardianes de la Nación.
La fuerza de la sociabilidad
Abuela nació en 1924 en Ranchete, un pequeño pueblo situado en el lado norte de la República Dominicana, no muy lejos de la frontera con Haití. Su nombre es Anadilia Jiménez, aunque en casa todos la conocemos por Aleja. Ella es la mayor de siete hermanos. Su padre, Don Toño, era un pequeño propietario de una granja en la zona. Poseía varias parcelas en las que cosechaba café, cacao y hortalizas.
Cuando nació Abuela, esta parte del Cibao disfrutaba de un alto grado de autonomía política y económica frente al poder central en Santo Domingo. Un flujo diario constante de personas de un lado a otro de la frontera había acentuado las reciprocidades sociales entre las dos poblaciones desde finales del siglo XIX.
Los haitianos vivían en pueblos cercanos como Marmolejos, Ranchete, Laguna Salada, Monte Llano y Bajabonico. Cultivaban café y cacao, cortaban caña de azúcar y plantaban yuca con la que hacían y vendían casabe en el pueblo. Frecuentemente se veían niños haitianos en las escuelas dominicanas y el comercio entre dominicanos y haitianos; la formación de familias biculturales, el uso cotidiano del español y del crèole y el intercambio de música y religión contrastaban con las fronteras elaboradas por las elites y los intelectuales de la capital.
Como señala el historiador Richard Turits en su libro Fundamentos del despotismo, estas élites querían retratar “la presencia haitiana (…) como una ‘invasión pacífica’ que ponía en peligro a la nación dominicana. Esta “invasión” supuestamente “haitianizaba” y “africanizaba” la frontera dominicana, haciendo que la cultura popular dominicana fuera más salvaje y atrasada, e inyectando nuevas e indeseables adiciones africanas a la composición (étnica)”.
Surgieron políticas estatales dirigidas a frenar esta sociabilidad, regulando el flujo migratorio a través de impuestos a los viajes y permisos de estancia a ambos lados de la frontera. Pero esta política era rotundamente evitada en la práctica por una población que no le veía ningún sentido a estas reglas. De hecho, se basaban en prejuicios raciales y barreras sociales que personas que ni siquiera vivían allí querían imponer.
Un caso de esta negativa fue mi abuela. Aleja no lo percibía como una “invasión” de extraños o creía que esa gente era inferior a ella porque eran negros. Abuela simpatizó con Antoine, uno de los trabajadores haitianos en su casa. En los campos, todo el mundo lo llamaba Antonio. Pero era más agradable para ella llamarlo por su pronunciación en criollo: “Antuén”. Don Toño le dio un conuquito (un pequeño pedazo de tierra cultivable) donde plantó cacao y cosechó y recogió el café. Antoine tenía las mejores gallinas de cría en la zona, que intercambiaba con la comunidad por algo más que dinero, con lo cual se ganó rápidamente la confianza de la gente y popularidad gracias a su personalidad amistosa y capacidad de trabajo. A diferencia de otros haitianos que vivieron en la zona durante décadas, Antoine llevaba viviendo allí cinco años. No tenía esposa ni hijos. Su familia era la gente del pueblo.
Violencia estatal
Pero durante las primeras noches del otoño de 1937, esta coexistencia fue drásticamente transformada por la oscura turbulencia de un mandato político. El dictador Rafael Leónidas Trujillo ordenó el inminente exterminio de todos los habitantes de origen haitiano que vivían en las zonas fronterizas del país.
El 28 de septiembre, trescientas personas murieron en un pueblo llamado Bánica. Fue totalmente inesperado. No hubo advertencias ni señales de tensión. Pero el Estado, que deseaba imponer la dominación política y racial, desencadenó las fuerzas del odio que perpetraron la masacre.
Para ello, Trujillo movilizó a los militares. Y para hacer que pareciera un pogromo, hubo pocas muertes por bala. Su método era matarlos con machetes o grandes palos de madera. Algunos pudieron escapar. Otros quedaron atrapados cuando, el 5 de octubre, el Estado dominicano decidió cerrar la frontera y matarlos en las aguas del río Massacre que separa a Haití de la República Dominicana.
Aleja me cuenta que, aparte de los de su casa, “los haitianos pasaban con todas sus bártulos, sábanas, ropa… todo lo que pudieran llevar sobre sus hombros. Tomaron el camino de Marmolejos, y cuando llegaron del Cruce de Guayacanes a Mamey, ese fue su final. Al pie de la colina, cerca de mi casa, ocurrió la matanza… Allí los asesinaron. ¡Pobres haitianos, Dios mío! ¡Eso no tenía comparación! Les daban un golpe con un palo grande en la cabeza y los echaban en un a un hueco. Era un hueco enorme. Los mataron y los arrojaron allí. El objetivo era desaparecerlos”.
En esta área, la carnicería duró semanas, y en algunos lugares, duró meses. Los militares se impusieron con todo el peso de la violencia física, pero no siempre lo hicieron a la vista. Aleja me cuenta que llegaban como medio de incógnitos a las casas donde sabían que había una larga convivencia entre haitianos y dominicanos, como en las comunidades de Ranchete, Cabia y Bajabonico.
El ejército obligó a la gente local a asesinar, en algunos casos donde sabían que la gente era amistosa con los haitianos. Este parece ser el caso de mi bisabuelo. Mi abuela me dice que nunca supo si había matado a alguien cuando lo llevaron a la cresta de la loma. En Unijica, junto a la casa de su suegro, Don Tibe, recuerda haber oído el rumor de que los trabajadores de la carnicería del pueblo sacrificaron a un gran número de personas de origen haitiano.
Pero, mientras se llevaban a cabo estas brutalidades, esta historia de terror también tuvo otra cara en la que la solidaridad y la resistencia fueron decisivas. Historiadores como Edward Paulino, Lauren Derby y Amelia Hintzen han demostrado lo decisivo que resultó esta solidaridad y reportaron que civiles y militares también fueron asesinados por negarse a cumplir la orden de matar a los haitianos.
Abuela también vio cómo mucha gente les ayudó a escapar: “Los escondieron en las casas para que los guardias no pudieran verlos. Papá le dio dinero a Antoine para que se fuera. Pero la milicia estatal lo atrapó en el camino. “Tratando de escapar a Haití, Antoine fue atrapado cuando estaba cruzando el río Yaque y fue asesinado por Cornelio, otro empleado de la casa de mi abuela. Después de esto, Cornelio no fue recibido para trabajar en la casa de mi abuela.
El dolor y el miedo continuaron en los meses posteriores a este hecho horrible. Aleja me dice que la gente de la aldea estaba sorprendida. Ellos no podían entender el significado de tanta violencia contra personas que habían trabajado en los mismos lugares donde fueron desmembradas, y otras que habían nacido y crecido allí. En la escuela, no se podía hablar de eso. El miedo se volvió algo privado: “Oh dios, la gente estaba triste, muy triste. No puedo describirlo. Seguimos hablando de eso en el pueblo, entre nosotros. ¿Sabes lo que es matar a toda esa gente inocente? Trujillo quería terminar con la vida normal que compartíamos con los haitianos”'.
Ilegalizando la Historia
Abuela tiene razón. Este genocidio fue el comienzo de la construcción de una historia de división entre las poblaciones dominicana y haitiana. Los guardianes del Estado han declarado la guerra a esta coexistencia. En su afán de perpetuar su hegemonía política −desde lo que ellos entienden que debe ser y no lo que realmente constituye nuestra nación−, la clase dominante dominicana intenta hacer invisibles las lógicas sociales que crean comunidad mediante un discurso distorsionado y políticas perturbadoras que buscan crear antagonismos.
A partir de esta masacre, se ha construido una historia de rechazo constante de cualquier forma de comunión entre las dos poblaciones. El corte de la caña de azúcar en República Dominicana fue escrupulosamente reservado para los haitianos. No los matarían físicamente sino socialmente. Todo se hizo para negarles su propio derecho a la vida, fijándolos a las más sórdidas condiciones sociales y laborales de la tierra, sin posibilidad de reclamar sus derechos. Todo se hizo para impedir su socialización con la población dominicana, reduciendo su existencia estrictamente a los confines de los bateyes que todavía rodean los campos de caña de azúcar del país.
Hoy, como en 1937, hemos sido llevados a creer que estos dos pueblos son incompatibles. Como si el antihaitianismo fuera la definición de lo que es ser dominicano. Este rechazo por parte de las élites de la heterogénea población dominicana viene a cumplir una función: legitimar la injusticia social dividiendo a las clases trabajadoras y formando un enemigo falso dentro de ella. Como si el racismo brotara del corazón de quienes lo viven. El propósito ha sido disimular la responsabilidad del Estado con la miseria social en la que viven, exacerbando las tensiones entre los “Ellos” y “Nosotros”, el “Negro” y los “Otros”, que termina neciamente castigándolos por esta situación.
Lejos de ser sólo un pasado, esta horrible historia sigue actualizando su incidencia hoy. En septiembre de 2013, un decreto de la Corte Constitucional (la instancia judicial más alta de la nación) ordenó la revocación de la ciudadanía dominicana a hombres, mujeres y niños nacidos de al menos un padre haitiano entre 1929-2007.
El objetivo real del Estado es hacer ilegal la coexistencia mediante la fuerza de la ley. Hoy, como ayer, el verdadero temor de las élites dominicanas radica en la práctica transgresora de la solidaridad y la convivencia pacífica entre pueblos que borran fronteras, trascienden sus visiones políticas y las sustituyen por principios de hospitalidad. En resumen, por la humanidad.
El socialismo del pueblo
Abuela me abrió los ojos sobre lo preocupante que ha sido esta convivencia entre dominicanos y haitianos para el Estado. Pero también a cómo una versión popular de esta masacre nos trae lecciones cruciales sobre el poder de una historia de abajo. Su narración hace visible el proceso social que configuró la voluntad de seguir viviendo juntos, y que sigue formando la impensable nación. Todos los días en el país se subvierte la historia oficial.
Esto es lo que observé en la ciudad de Santiago de mi niñez, donde pasé tiempo ayudando a mis abuelos a vender productos en la bodega. Recientemente, los vecinos de un barrio de clase trabajadora subvirtieron una orden del alcalde, expulsando a la policía municipal que se preparaba para arrestar y despedir a los haitianos que vivían y trabajaban allí. También lo viví hace unos meses realizando trabajos de campo en los cañaverales del país.
Allí encontré la respuesta que buscaba, de cómo, a pesar de la animosidad que se crea desde arriba entre las poblaciones, y esa ansiada explosión social que muchos sectores buscan (y que de vez en cuando tiende a suceder), la mayoría de las veces no ocurre. La respuesta es simple. Estas poblaciones están permeadas por la experiencia de comunidad que yo llamo el “socialismo de la gente”.
No se trata de una cuestión político-ideológica, y mucho menos de una moral inherente a un grupo cultural particular. Es más bien esa solidaridad que tiende a desarrollarse dentro de una comunidad como resultado de una situación histórica común de dominación. La fuerza de este vínculo social emerge en las condiciones cotidianas de la precariedad, consciente e inconscientemente, creando ideales de justicia comunal y estructurando y dando sentido a la vida colectiva, superando los intereses particulares de las élites. Sobre todo, es en esas ciudades internas confinadas a la segregación donde nuevos matices de solidaridad surgen del sentimiento de vivir y combatir las mismas condiciones de miseria. Y es en esos campos y bateyes donde la cuestión no es de dónde vienes, sino lo que nos hace estar juntos y hacia dónde nos dirigimos ahora.
Aleja pronto tendrá noventa y tres años. No ha llorado la pérdida de su amigo Antoine todavía, pero el Estado nunca ha sido capaz de destruir su amor por construir comunidad. La gente de esta isla caribeña ha pagado un precio muy alto por la libertad, un precio demasiado alto para dejar que un orden político atrape el sentido de nuestra historia e imponga límites que deshumanicen nuestras relaciones sociales.
*Amín Pérez, sociólogo, miembro de la Escuela de Ciencias Sociales del Instituto de Ciencias Avanzadas en Princeton