A continuación un reportaje especial publicado en The New York Times Magazine, de la firma de Jonathan M. Katz*. Versión en español en traducción libre de Iván Pérez Carrión.

Un soldado dominicano en la Oficina Nacional de Migración en Santo Domingo el 24 de junio El gobierno proporcionó autobuses para los haitianos para deportar voluntariamente después de una nueva ley lanzó su estatus de ciudadanía en duda./ Ricardo Rojas/Reuters
Un soldado dominicano en la Oficina Nacional de Migración en Santo Domingo el 24 de junio El gobierno proporcionó autobuses para los haitianos para deportar voluntariamente después de una nueva ley lanzó su estatus de ciudadanía en duda./ Ricardo Rojas/Reuters

A principios de 2006, mi primer destino en el extranjero a largo plazo como periodista me llevó a República Dominicana. Desde mi nuevo hogar en Santo Domingo, planeaba escribir sobre el turismo, el béisbol, la corrupción y el tráfico de drogas, mientras trabajaba en mi español. Si las cosas iban bien, pensé, podría incluso llegar a cruzar la frontera internacional de la isla La Española, hacia Haití, cuya crisis crónica, incluyendo un reciente golpe de Estado que derrocó al presidente, atraía más el interés internacional.

Para mi sorpresa, llegué en medio de una crisis propia de los dominicanos. Dos docenas de inmigrantes haitianos se habían asfixiado en la parte trasera de una camioneta que se dirigía a Santo Domingo. Cada año, miles de haitianos se aventuran hacia el este, a República Dominicana, en busca de empleos de bajos salarios en la agricultura y la construcción y en los grandes “resorts” con todo incluido.

Los 69 inmigrantes en la furgoneta pagaron alrededor de US$70 cada uno para ser introducidos como ganado, sin espacio para respirar. Policías dominicanos supieron de sus muertes cuando los conductores del vehículo comenzaron a arrojar los cuerpos de la camioneta, en la medida que aceleraban la marcha por la carretera.

Un cartel anuncia la futura sede de un centro que se está construyendo para recibir haitianos deportados de la República Dominicana, cerca de la frontera en Fond-Parisien, Haití. Credit Hector Retamal/Agence France-Presse
Un cartel anuncia la futura sede de un centro que se está construyendo para recibir haitianos deportados de la República Dominicana, cerca de la frontera en Fond-Parisien, Haití. Credit Hector Retamal/Agence France-Presse

Unas dos semanas después de la tragedia de la furgoneta, con las tensiones sobre la inmigración en alza, una turba en una ciudad central dominicana incendió las casas de los haitianos y de personas nacidas en la República Dominicana de ascendencia haitiana (los medios de comunicación dominicanos y los políticos tienden a agrupar a los dos grupos juntos, simplemente refiriéndose a todos como “haitianos”).

Los incendiarios fueron incitados por rumores -que nunca se comprobaron- de que un haitiano había violado a una niña. Un periódico local importante tituló su historia “En Monte de la Jagua no quieren haitianos”. El titular del día siguiente era más ominoso: “Desaparecen haitianos”. Cuando llamé al jefe de la Policía Nacional para conocer sus comentarios, él se preguntó en voz alta si las víctimas habían quemado sus propios hogares preparando su salida del país.

Al igual que muchos visitantes a la República Dominicana, antes y después, vi una vena profunda de racismo y xenofobia que un mundo más interesado en las playas y los peloteros del país, en general, prefiere ignorar. Eso cambió el mes pasado, cuando se difundió la noticia del plan de la nación caribeña para expulsar a cientos de miles de residentes de ascendencia haitiana. A plena luz del día, los militares dominicanos mostraron autobuses para transportar a los deportados, mientras los “Centros de procesamiento” esperaban por los exiliados en la frontera.

“¿Cómo es posible esto?”, tuitié a los activistas antirracistas estadounidenses de Dream Defenders (Defensores de Sueños). Pero para aquellos que conocen bien la República Dominicana, el éxodo forzado inminente parecía la culminación lógica de décadas de odio: una gran bomba de tiempo finalmente estaba a punto de estallar.

Después de una serie de críticas por parte de Estados Unidos y en otros lugares -demandas de una condena de Amnistía Internacional, Human Rights Watch y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados; manifestantes en las oficinas del gobierno dominicano en Miami, Nueva York, Washington y en otros lugares con carteles que decían “Las vidas de los negros son importantes” y “Detengan la limpieza étnica”; una petición a la Casa Blanca para presionar al gobierno dominicano que ha atraído a 50,000 firmas hasta ahora- los líderes dominicanos reaccionaron negando los hechos.

“No vamos a aceptar las falsas acusaciones de racismo o xenofobia, que no tienen fundamento en un país que ha sido definido por siglos por la mezcla de culturas”, dijo el presidente Danilo Medina a la Agencia France Presse durante una cumbre la semana pasada en Guatemala.

Pero la intensidad del odio y la violencia, siempre dirigida contra los inmigrantes haitianos y dominicanos de ascendencia haitiana en el país de Medina -y en contra de cualquier persona suficientemente negra como para ser confundida con cualquiera de estos- es asombrosa, como si fuera Misisipi en la década de 1890, o Europa antes de la Segunda Guerra Mundial. En febrero, un limpiabotas haitiano fue linchado y colgado de un árbol en un parque público en la segunda ciudad más importante del país, Santiago, mientras una multitud que cruzaba la ciudad quemaba banderas haitianas y gritaba: “¡Fuera los haitianos! ¡Si quieren guerra, guerra van a tener!”.

Otras víctimas identificadas como haitianos fueron linchadas el pasado año por presuntas infracciones, como robar una tienda, y quemar una bandera dominicana. Varios periódicos dominicanos estaban llenos de caricaturas que representan a personas de ascendencia haitiana con ojos saltones, labios grandes, balbuceando español con un acento marcado. Cuando vivía en Santo Domingo, había bares que negaban abiertamente la entrada a los negros, una práctica que al parecer persiste.

Al nivel más básico, la fricción étnica en la República Dominicana se asemeja a la situación en las zonas fronterizas de todo el mundo, desde el Estrecho de Malaca hasta el Río Grande: La gente de un país más pobre va a un país más rico en busca de trabajo y una vida mejor, para ser utilizados allí como mano de obra barata. Nacionalistas e industriales en el país rico explotan el resentimiento de la clase trabajadora local, ligado a los prejuicios sobre raza, cultura e idioma, para su propio beneficio económico y político. Vinicio Castillo Semán, un congresista de la ultraderechista Fuerza Nacional Progresista, conocido como “Vinicito”, culpa de la pobreza de su país a una “invasión haitiana masiva y sin control”, con el apoyo de una “quinta columna” dominicana decidida a apoderarse del país. (Su hermano y compañero miembro del partido Pelegrín Castillo Semán es el exministro de Energía y Minas de Medina.)

Más que de economía, se trata de un caso clásico de lo que Sigmund Freud llamó “el narcisismo de las pequeñas diferencias”. En sus primeros años, la República Dominicana se esforzó por encontrar una identidad diferente a su vecino

Pero no es sólo una cuestión de economía. Hoy en día, República Dominicana está mejor que Haití, pero los dos países tenían más o menos los mismos niveles de ingreso per cápita en 1937, cuando decenas de miles de haitianos y dominicanos negros fueron asesinados por orden del dictador de República Dominicana, Rafael Trujillo -una masacre conocida por muchos hoy como “El Corte”. Tampoco se trata de un conflicto entre dos naciones. Más de 200,000 de los haitianos previstos para la expulsión nacieron en la República Dominicana. Otros muchos de los aproximadamente 450,000 han vivido casi toda su vida en el país y tienen lazos tenues con Haití, en el mejor de los casos. Hace poco hablé con John Presime, de 23 años, dueño de cibercafé en la costa norte dominicana. Nacido en un barrio pobre de la capital de Haití, Puerto Príncipe, ha vivido en República Dominicana desde que tenía 11. Su hija de un año de edad nació allí. “Si ella es una extranjera, entonces ¿de dónde es?”, preguntó.

Más que de economía, se trata de un caso clásico de lo que Sigmund Freud llamó “el narcisismo de las pequeñas diferencias”. En sus primeros años, la República Dominicana se esforzó por encontrar una identidad diferente a su vecino. Haití había derrotado a Napoleón y al ejército más poderoso del mundo para poner fin a la esclavitud y ganar su independencia; la mitad oriental de La Española, en comparación, era sólo otra colonia española, a la que le tomó 60 años más liberarse.

Algo que diferenciaba a los dominicanos era un concepto particular de raza. Casi todo el mundo en la isla de La Española es descendiente de los africanos occidentales y centroafricanos esclavizados llevados allí a trabajar en las otrora abundantes plantaciones de la isla. (Los taínos nativos, quienes saludaron a Cristóbal Colón allí en 1492, fueron exterminados en uno de los genocidios más completos de la humanidad.) Pero un número menor de esclavos y leyes diferentes bajo los españoles dio lugar a una mayor proporción de personas de ascendencia mixta de africano y europeo que la que había en la parte antiguamente francesa de la isla.

En un mundo donde la “blancura” confería poder, y viceversa, las elites dominicanas comenzaron haciendo hincapié en estas raíces europeas, contrastándose a sí mismas con los más “africanos” haitianos y restando importancia a muchas influencias culturales comunes de ambos países -el catolicismo romano, el vudú haitiano y la santería dominicana, la música, el lenguaje, el arte. Trujillo, quien llegó al poder gracias a una guardia militar instalada en 1916-1924 por la ocupación estadounidense, institucionalizó ese prejuicio en un pseudo científico racismo de Estado, llamado antihaitianismo, en el que los escolares aprendían las diferencias entre los rasgos faciales del “dominicano” y del “haitiano”. (Trujillo mismo se dice que se empolvaba el rostro para parecer más blanco) Cincuenta y cuatro años después del asesinato del dictador, a los dominicanos de piel más oscura todavía se les identifica con términos tales como “indio-oscuro”, una alusión a los taínos exterminados. El término “negro” está reservado para los haitianos.

Esto puede resultar confuso para los estadounidenses, cuyas ideas raciales se remontan a la “regla de una gota” (one-drop rule), en lugar del sistema español de castas raciales, más sutil, pero no menos pernicioso. En el Caribe, la raza suele ser tanto una cuestión de estilo de peinado, cultura y habla, como una cuestión de color de la piel. En ese sistema, ser dominicano a menudo se reduce, principalmente, a no ser haitiano -y por lo tanto, no ser negro. Defender esa línea ha costado mucha violencia, a veces por ley.

La ciudadanía está en el corazón de la crisis actual. La Constitución Dominicana (la que regía hasta 2010), al igual que su homóloga estadounidense, confería la ciudadanía a toda persona nacida en el territorio del país. Pero hay excepciones técnicas para los hijos de diplomáticos y cualquier persona que se puede decir que esté “en tránsito”. Durante años, y en desafío a múltiples sentencias del Tribunal Interamericano de Derechos Humanos, las autoridades dominicanas han explotado esa segunda laguna vaga de rechazar documentos y pasaportes a cualquier persona de ascendencia haitiana, con el argumento de que incluso las familias que han vivido en el país durante varias generaciones, están bajo la categoría de “temporal”. Quienes han tratado de defender los derechos de los dominico-haitianos de integrarse plenamente en la sociedad, tales como la ya desaparecida activista Sonia Pierre, han trabajado bajo vigilancia y amenazas constantes.

En septiembre de 2013, el Tribunal Constitucional dominicano actuó para arreglar “La Cuestión Haitiana” de una vez y para siempre. En una resolución extraordinaria, los magistrados revocaron la ciudadanía de cualquier persona nacida en República Dominicana para aquellos que el tribunal considera “extranjeros en tránsito”, desde 1929. Más de 200,000 personas, casi todas ellas dominico-haitianas, quedaron instantáneamente como apátridas y elegibles para la deportación.

El gobierno de Medina anunció un programa nacional, el Plan Nacional de Regularización de Extranjeros en situaciones migratorias irregulares, que amenazaba a tres cuartas partes del millón de haitianos en el país con la deportación. Una ley del 5 de mayo de 2014 presentó un programa en el cual los que habían perdido su ciudadanía podrían volver a solicitarla. Como escribió la novelista haitiano-estadounidense Edwidge Danticat: “Es como si los Estados Unidos dijera: ‘Sí, al igual que todos los que han estado aquí desde 1930, tienes que demostrar que eres un ciudadano. Tienes que volver al lugar de donde viniste para conseguir un certificado de nacimiento de allí’”.

Después de desorganización y demoras, el plazo se fijó para el 17 de junio de 2015. Ese día, miles se congregaron en las oficinas del Gobierno, algunos para protestar por las deportaciones; otros luchando para conseguir sus papeles a tiempo. Al final del día, el reloj dio la medianoche… y no pasó nada.

¿Por qué? La presión internacional puede haber funcionado durante un tiempo. La inversión extranjera está teniendo éxito. Los funcionarios dominicanos están ocupados denunciando lo que ellos llaman una “conspiración internacional para desacreditar a su país”. Medina, quien ya está trabajando para la reelección en 2016, tiene que recorrer su propia línea delgada: parecer lo suficientemente fuerte como para apaciguar a los críticos de la derecha de su Gobierno, pero sin ir más allá de lo que le permitirían sus patrocinadores en Washington y Bruselas.

Pero a pesar de que se ha movido la atención en otros lugares, la amenaza para cientos de miles de personas en República Dominicana no ha desaparecido. Funcionarios dominicanos tienen claro que todavía están previstas las deportaciones masivas. Bajo el temor a la violencia, no menos de 17,000 personas con vínculos con Haití han optado por huir del país por su cuenta, lo que provocó temores de una nueva crisis humanitaria en Haití. En un giro alegremente “orwelliano”, las autoridades dominicanas respondieron ofreciendo un “servicio gratuito de autobús para llevar a los migrantes a la frontera”. Ellos dicen que al menos 1,000 personas han sido transportadas hasta ahora.

Presime me dijo que no ha ido a trabajar desde la fecha límite por miedo a ser separado de su hija. “Inmigración podría venir en medio de la noche y sorprendernos”, me dijo por teléfono. “Es una locura”. Para la gente como él, que no tienen apoyo familiar o en el otro lado de la frontera, República Dominicana es el único hogar que pueden imaginar. Si la bomba revienta, no habrá ningún lugar a donde ir.

*Jonathan M. Katz es periodista independiente, autor de "El camión grande que pasaba: Cómo el mundo vino a salvar a Haití y dejó tras de sí un desastre."

Fuente: www.nytimes.com