Miami, Fl. – Santi acudía por aquellos días a un kindergarten en Caracas. Las profesoras venían advirtiéndole a Aurora sobre el comportamiento inusual en su hijo de dos años. “Se la pasa haciendo excursiones por el colegio, no acata instrucciones, ni se junta con los otros niños”.

En casa solo veía Baby Einsten y con la película Cars saltaba antes del susto porque ya se sabía los diálogos. Vinieron muchas otras señales. Terapia ocupacional, de conducta y de lenguaje.

Santiago Coelho Alves (Santi)

“Evaluaciones de esas con un nombre irrepetible. La AJZ5…no se qué”, dice la madre. Hasta un día. Aquel día del 2007 en que escuchó el testimonio de la directora del colegio y su nieto Asperger. Aquello le sacudió el corazón.

“Era idéntico a mi, era idéntico a Santi”, recuerda Aurora Alves.

Aurora tomó el turno que nadie quería en UM-CARD (Centro de Autismo y Discapacidades Relacionadas de la Universidad de Miami). Un cinco de enero del año nuevo. Tras un sinfín de formularios online completados por ella, su esposo Rui, las maestras y las tres terapeutas del niño, más el pago de $2,500 dólares, finalmente la refirieron a una cita diagnóstica en ASAC (Autism Spectrum Assessment Clinic).

“En la prueba de vocabulario tuve que entrar con él. Ninguna de las dos evaluadoras sabía español y me lo pusieron a jugar con muñecas, frutas y verduras”, recuerda.

Santi reprobó la prueba y se sumó a la estadística de Aspergers en la Florida. La madre, agobiada, tomó el papelito con el teléfono que disimuladamente le habían pasado en la clínica, e hizo una cita con un tal DAN Doctor (trabajan bajo el protocolo DAN; “Defeat Autism Now”).

La terapia de quelación (detoxificación de metales pesados en la sangre) provocó tanta mejoría en Santi, que sus padres la apodaron ‘el suero milagroso’.

“Desde que se lo ponían soltaba la lengua”, cuenta Aurora.

Así empezaron las idas y venidas de Venezuela a Miami, cada mes durante tres años.

“Allá yo no conseguía nada. Viajaba con cavas de medicinas, suplementos e inyecciones”, dice Aurora.

Ella y su esposo se dieron cuenta de que en Caracas, Santi tendría una sola posibilidad. Un colegio especial donde además de Autistas habían niños con Síndrome de Down y parálisis cerebral.

“Sabíamos que él era capaz de más, solo necesitaba la asistencia adecuada”, dice Aurora.

Tras tres años de papeleo al estilo venezolano, la familia logró mudarse definitivamente a la Florida. Santi, ya con cuatro años, empezó su inclusión en el kinder de una escuela pública en Orlando. Pero allí no tenían personal suficiente para acompañarlo en sus clases regulares, por lo que se pasaba más tiempo en un salón de educación especial.

“En vez de palabras lo que aprendió fue ruidos”, se queja Aurora. Pues los compañeros de clase eran menos funcionales que su hijo. No eran verbales o mordían constantemente. Aquel modelo no le servía de nada.

“Hay muchas maestras que trabajan por vocación, pero no tienen la formación”, dice Aurora. Y agrega que el Departamento de Educación norteamericano no estaba preparado para un incremento tan violento en las estadísticas de niños Autistas.

Santiago Coelho Alves (Santi)

Además, los maestros no solo necesitan capacitarse en educación especial, sino también en terapias como la popular ABA. “Y para eso hay que invertir”, concluye Aurora.

Con nada más que la voluntad de sacar a Santi adelante, Rui y Aurora habían dejado atrás toda una vida en Venezuela. Ahora se encontraban en la misma situación, pero en tierra ajena. Escuelas sin condiciones, ni personal, ni voluntad para aceptar el desafío de tener en sus salones niños con necesidades especiales.

“Cuando le pones la etiqueta, también le cierras muchas puertas al niño”, dice Aurora en referencia al diagnóstico de su hijo.

Santi pasó año y medio en el trajín de la escuela pública hasta que le fue otorgada una beca McKay (McKay Scholarship Program for Students with Disabilities). Esta, al igual que a otros 28,000 niños en la Florida, le permite asistir a un colegio privado donde adaptan el curriculum a sus necesidades individuales.

“En First Hope si él pide estar en clase de grammar aunque no entienda ni ‘papa’, ahí lo van a poner”, dice Aurora resaltando lo positiva que resulta la flexibilidad y la inclusión.

Este colegio cuesta $29,900 dólares anuales, de los cuales $13,700 dólares son asumidos por la beca McKay. Durante cinco años, los cinco días de la semana, Santi además recibió terapia intensiva (ABA) en Quest, un programa con financiamiento privado. Healthy Kids, un seguro de salud del gobierno, les cuesta a sus padres $159 dólares mensuales.

“Yo he tenido suerte porque Rui, mi esposo, trabaja como un loco”, dice Aurora.

Económicamente, muchos se valen de fundaciones creadas por padres de niños en el espectro, pues proveen ayuda directa.

“No hay que pasar por toda esa papelada”, dice Aurora, pero también entiende de la rigurosidad del sistema porque como en todo, en esto también hay charlatanes.

Aurora agrega que para los indocumentados, la formación de los hijos con Autismo es aún más cuesta arriba. Para entrar en un colegio público no se necesitan papeles, mas a la hora de solicitar financiamiento, piden seguro social, tanto del niño, como de los padres.

“Este es un país donde todo el mundo paga impuestos” dice Aurora. Se refiere a que invertir en un niño con discapacidad resulta en un gasto increíble para el Estado y por eso no ve injusto que se les de prioridad a los locales.

Santiago Coelho Alves (Santi)

Los padres de Santi han entendido y asumido que hay que ocuparse más que preocuparse. Supieron manejar el protocolo estadounidense, aprendieron de los TEA, del Autismo, del Asperger. Porque es su obligación, es una de las formas de ayudar a su hijo.

Aurora percibe que en Estados Unidos hay muchos servicios a disposición de la gente, así como información “Pero hay veces que es tan densa que no todo el mundo puede digerirla. No saben por dónde empezar”, dice.

Santi tiene nueve años, se viste solo y le encanta comprar trucos. Es obsesivo con el cepillado de dientes y todo lo que diga Jurassic World. Santi habla inglés y español, juega tenis y hace equitación. En casa ha aprendido de chistes, de doble sentido y es consciente de que si come gluten “se pone cucu”.

“Pero aunque él haga master en una cantidad de actividades, ese diagnóstico lo va a acompañar el resto de su vida”, termina Aurora.

Para Rui y Aurora ser papás de un niño con síndrome de Asperger es una aventura diaria. A veces de momentos muy buenos y otros no tanto. De instantes infinitos, de celebración de pequeños logros como si fueran la mayor hazaña. A veces cuesta arriba y más allá de sus fuerzas.

Ser papás de un niño con Asperger no es más que eso: ser papá, amigo, cómplice, para enfrentar con Santi el desafío de ser, hoy, un niño.