La Asociación Internacional para la Prevención del Suicidio en colaboración con la Organización Mundial de la Salud (OMS), promueven el 10 de septiembre como el Día Mundial para la prevención del Suicidio. Su objetivo va dirigido a concientizar a nivel mundial que el suicidio se puede prevenir.
Pese a su etimología latina la palabra suicidio, “muerte por sí mismo” no existía como tal en latín. Se acredita al filósofo y teólogo agustino francés Gauthier de Saint Victor, su empleo por primera vez en el año de 1177. En castellano “suicidio” se registra a partir de 1787 y la Real Academia lo anota en 1817.
El escrito más antiguo sobre el tema se remonta a Egipto, dos mil años antes de Cristo, donde un hombre insiste en desear la muerte, mientras su alma intenta disuadirlo.
En la Grecia antigua, las primeras referencias manifiestas aparecen en Homero, Heródoto, Píndaro. Se enuncia con formas muy diferentes al termino “suicidio”: “ató un lazo al techo”, “bajar con gusto al Hades”, “se clavó la espada”.
En la historia de la humanidad, esta conducta destructiva, única en donde el agresor y la víctima se identifican y que implica demasiada autoafirmación individual, no solo ha sido fuente inagotable de debates entre filósofos de todas las corrientes, teólogos de todas las religiones, letrados de todas las naciones y escritores de todos los géneros sino que ha estado presente en todas las culturas sobre la faz de la tierra.
En el mundo Maya encontramos a Ixtab, diosa del suicidio. En la India antigua la secta jaima y el brahamanísmo con sus enfoques hacia el suicidio y por la misma época en Egipto los partidarios de este se agrupaban buscando formas más agradables de morir. Luego los galos, los celtas, los visigodos, los vikingos y los nórdicos lo abordan desde diferentes perspectivas pero todos encontrando siempre algún tipo de justificación a casos específicos: evitar la muerte vergonzosa, la vejez o una enfermedad dolorosa.
Veamos como aborda el cristianismo este acto tan radical y libre, que aunque se ejecuta contra sí mismo siempre va dirigido a otros. En la Biblia no hay evidencia de que se prohíba de manera explícita. En el antiguo testamento se registran ocho suicidios y un intento. En el nuevo testamento se habla en dos de sus libros, de un mismo suicidio, el de Judas Iscariote. Aunque en el libro de Mateo se dice que este se ahorca, en el libro de los Hechos se narra que se lanzó desde las alturas.
En los primeros siglos del cristianismo se aceptaba el suicidio bajo determinadas circunstancias pero gradualmente se adoptó una postura más intransigente tras la huella de Platón, San Agustín y Santo Tomás hasta ser considerado un pecado mortal. El Concilio de Arles (452), determina que el suicidio es un crimen. En el Concilio de Orleans (533), se acuerdan penas para su castigo. El Concilio de Braga (563), condena al suicida a no ser honrado en la liturgia y ser excluido del cementerio. En el Concilio de Toledo (693), se establecieron los castigos a los que lo intentaban y a quienes lo lograban. La visión de posesión diabólica del mundo religioso primó por siglos.
En la Francia del siglo XVII es donde de manera tímida se empieza a dividir el mundo religioso y la enfermedad mental al introducir el término “irresponsabilidad”, donde dice que existe una serie de enfermedades que no tienen que ver con la posesión diabólica con que se relacionaba al suicidio. En los primeros años del siglo XIX, es donde el psiquiatra francés Jean Esquirol divide los actos suicidas en tres categorías: el producido por el tedio de vivir, el provocado por las pasiones y el resultado de una enfermedad mental, rompiendo así con una tradición secular de ver a la persona suicida como un poseso. Se inicia un período en el que se deja de considerar el suicidio como un delito, y pasa a estar entre el límite de lo normal y lo patológico, igual que antes estaba entre lo normal y lo sobrenatural. Empieza así un debate que aún hoy no termina entre el suicidio normal y el patológico.
En la mitología clásica griega abundan los personajes suicidas: Biblis, Aura, Erígone. Dante nos recuerda en el canto V del infierno el suicidio de la reina Dido. La historia del rey Egeo y su suicidio le da nombre al mar. La literatura en sentido general se ha nutrido de este. Desde la más remota antigüedad se han escrito miles de páginas en torno al tema: León Tolstói (Ana Karenina), Gustave Flaubert (Madame Bovary), William Shakespeare (recurre al suicidio trece veces en sus obras), y un largo etcétera. En definitiva, cada una de estas obras maestras nos recuerda que en el suicidio no hay ni valentía ni heroicidad.
Los filósofos, en el devenir de la historia han escrito sobre el suicidio, a favor y en contra. Pitágoras señala que el hombre pertenece a Dios. Sócrates no está de acuerdo pero se ve compelido a ejecutarlo. En Platón encontramos una posición ambigua, pues aunque lo rechaza, dice “si un hombre se mata sin suficiente razón, está cometiendo delito contra el estado y contra Dios”. Aristóteles no lo acepta y asegura que es una ofensa a la ciudad. Séneca lo justifica y dice que es una muestra de fortaleza moral. San Agustín: “No puedes darte muerte, no eres tuyo, eres de Dios”. Santo Tomás “nuestra vida no nos pertenece”. Tomás Moro, Martín Lutero, Juan Calvino, René Descartes, Baltasar Gracián, Baruch Spinoza, Denis Diderot, Adam Smith, Inmanuel Kant, Arthur Schopenhauer; desde diferentes concepciones filosóficas se oponen al suicidio.
Desde la otra acera, Michael de Montaigne rubrica “vale más no vivir que vivir desgraciado”. John Donne, escribe el primer trabajo dedicado completamente a la defensa del suicidio. Montesquieu dice que no daña a nadie. Voltaire señala que es una cuestión individual. David Hume apunta que es un signo de madurez y responsabilidad.
Jean Rousseau lo abordó en sus obras, por igual Franz Brentano. El propio Karl Marx escribió una obra dedicada al tema “Acerca del Suicidio”, Editorial La Cuarenta, Buenos Aires, 2012. Emile Durkhein publica el primer estudio que indagó en las causas sociales del suicidio.
Sigmund Freud, Edgar Morin, Martin Heidegger, Jean Paul Sartre, Albert Camus, Gilles Deleuze, Michael Foucault; también lo abordan en sus obras. Igual hacen más recientemente Karl Menniger, Robert Litman, Thomas Joiner y Edwim Shneidman, pionero en el campo de la prevención del suicidio, padre de la suicidología.
Desde el mundo del derecho no podemos dejar de mencionar el Corpus Iuris Civilis. La más importante recopilación de Derecho Romano de la historia. En el mismo, el suicidio no fue considerado como pecado. El Non Compos Mentis es la figura romana legal por excelencia y aparece citada en los textos de la época, significa “sin control de su mente”. Se utilizó para aquellos estados suicidas bajo influjo de enfermedades mentales y representa la primera interpretación legal de una conducta derivada de un estado mental alterado. En los Códigos Napoleónicos no existen penalizaciones respecto al suicidio.
El suicidio desestructura a la organización social y nos habla del fracaso de la sociedad en la medida en que no cumple con las funciones para las que se organiza: trabajar en los procesos que generan y sostienen la vida. Pero el suicidio se puede prevenir. Los comportamientos suicidas son complejos. Ninguna causa lo explica. Múltiples factores de riesgo potencian la vulnerabilidad: las enfermedades mentales, un intento previo, el aislamiento, entre otros. Pero por igual, hay factores de protección: la comunicación, las relaciones sociales, la espiritualidad.
Se previene desde las políticas públicas: al aumentar la cobertura de atención a las personas con enfermedad mental, mediante la creación de nuevas unidades de hospitalización en hospitales generales, la contratación de psicólogos y psiquiatras tanto para fortalecer los servicios existentes como en aquellos lugares donde no existían, a la vez que se capacita al personal de atención primaria en estrategias de salud mental. Se debe insistir en fortalecer la vigilancia y la calidad de los datos, en mejorar el acceso a los servicios y en seguir estructurando la red de salud mental con enfoque comunitario.
Se hace prevención al promocionar la salud mental, al eliminar el estigma y la discriminación, al reducir el consumo nocivo de alcohol, al limitar los medios utilizables para suicidarse, al promover información responsable por parte de los medios de difusión.
El vínculo entre el suicidio y los trastornos mentales es estrecho. Muchos suicidios se producen impulsivamente en momentos de crisis que menoscaban la capacidad para afrontar las tensiones de la vida: una ruptura afectiva, un problema económico, una enfermedad. Por igual la violencia, los abusos, los conflictos. Pero es la depresión quien ofrece los mayores riesgos, a la vez que signos de advertencia, verbal y conductual. No se necesita ser un experto para ayudar a una persona con depresión y evitar un suicidio, solo hay que preguntar, escuchar y actuar. Al hacerlo atacamos la vergüenza y rompemos el silencio a la vez que se destruye la culpa y se le pone nombre al dolor.
Hay que aproximar a la persona con depresión al trabajador de la salud mental. He ahí una forma certera de prevenir este acto que provoca una tensión insoportable entre el deseo de morir y el de seguir vivo, que aunque se ejecuta contra sí mismo siempre va dirigido a otros, que desestructura a la organización social al quebrantar el orden y romper el tiempo humano y que plantea preguntas que requieren respuestas.