SANTO DOMINGO, República Dominicana.- De arriba para abajo… de abajo para arriba. Los pies se desdibujan apresurados correteando en dirección al desastre. Las bocas cubiertas con las manos al ver la magnitud de la calamidad sucedida en sector Gualey, de Santo Domingo.

Una señora de abundantes carnes, de piel olivácea, articula un juramento irrepetible frente a unos jóvenes, vaticinando, a bocajarro, dientes partidos si ven a El Ingeniero.

Allá, debajo del puente Francisco del Rosario Sánchez, donde la esperanza no llega, porque se queda en calles más altas, a metros y metros por sobre el nivel de la “clase obrera”, cientos de curiosos se convidan a contemplar el ya espectacular y patético escenario, ahora agravado por un cadáver colosal de varillas y alambres.

“E’ por ahí… por ahí”, grita un niño que apenas roza la pubertad, colocando las manos a ambos lados de la boca para amplificar su voz y que, acto seguido, utiliza para señalar un angosto callejón creado por diminutas casas, de block y zinc y una malla ciclónica que separa la pobreza de la "construcción del progreso".

Alrededor de las 9:30AM, el envarillado de una columna de la extensión de la segunda línea del Metro colapsó sobre unas casas en el popular barrio Gualey, resultando una mujer y su hija de 15 días de nacida con heridas de gravedad.

Poco a poco, el caminito de tierra, aguas negras y miseria se va volviendo una masa de desventura, aderezada por el olor a aguas fétidas que llega con la brisa desde el río.

Sobre la casa de doña Miguela, una veintena de personas se acomodan en el techo, para tener una mejor vista de las ruinas en que se convirtió una de las viviendas. Su pequeña sala/comedor se ha vuelto el corredor que conecta de un lado a otro, rostros conocidos y terceros nunca vistos.

“¡Wey mira, wey… van a pelear ahora, mira…!”, vocifera una joven corpulenta vestida de negro, con pantalones cortos, entallados y blusa diminuta, mirando hacia afuera, con los ojos brotados.

Una nueva horda de curiosos vuelve a azotar la casa, y pasan como si nada por entre la gente, que aún no sale del impacto.

Fuera de la casita, un policía observa el ir y venir del pueblo, que asoma sus intrigados ojos al malogrado patio, que también sirve de galería, área de juegos y lavadero.

“Yo estaba aquí afuera lavando una carne y cuando cayó que escucho ese ¡bum!”, exclama doña Miguela, abriendo los ojos y los brazos. “Dije: ¡Aaay, Vivian… se murió!”, apunta, llevándose las manos a la cabeza, al narrar el instante en que colapsó la viga. Sobre una triste mesa, una greca, casi tan anciana como el café, se levanta sobre los trastos e invita a las moscas a posarse sobre sus labios gélidos.

La pobrísima casa también fue víctima del golpe. Sus paredes pintadas de amarillo y rosa, ahora marcadas por el sucio, muestran las heridas abiertas por el derrumbe. Sobre el marco de una puerta medio roída por el comején, una mano de sábila apunta con sus dedos verdosos hacia el mustio baño, compuesto por una cubeta y un inodoro.

Una joven se mantiene recogida y en silencio, balanceándose en un mecedor, mientras sostiene un niño de pocos meses de edad.

Una nube hace amagos de liberar su carga sobre los curiosos, quienes no se dejan amedrentar por la amenaza pluvial y mantienen su posición, sirviéndose con la cuchara grande para satisfacer su fisgoneo.

“Permiso, permiso, que sufro de la prótota…”, anuncia un joven, mientras avanza, para apartar a los otros curiosos que se agolpan en el callejón y que le cedan el paso, provocando una risotada efímera de uno que viene detrás.

“Dizque que vino Quirino y puso una bomba”, escupe otro a manera de explicación.

La columna de varillas ahora recibe una decena de seres humanos, que escalan su cuerpo de acero para poder apreciar en detalle el nivel de destrucción.

“Anda’dal Diablo. Mira cómo quedó esa vaina”, invita a uno de los presentes, quien observa la enorme grúa vestida de rojo y que ahora se encuentra abandonada de obreros que guíen el rígido movimiento de su brazo.

Llueven los reclamos de desalojo, quejas de falta de autoridad y más promesas de bocas partidas para El Ingeniero, mientras que un joven residente en el sector presenta un cartel que hiere con su realidad: "Los pobres no somos humano. No, no hooo".

Los de arriba

La escena se repite sobre el puente Francisco del Rosario Sánchez. Decenas de almas se detienen en el borde del camino y contemplan asombrados, el gigante rendido sobre las casitas de zinc.

Las personas, que se pasean sobre su espinazo, parecen pequeños duendes que atraviesan un pasadero de varillas.

Un hombre ataviado de saco y corbata aparca su lustrosa yipeta y desciende para ser espectador en primera fila del suceso, mientras que la larga espalda del puente se ve atiborrada de vehículos.

“Oye, oye… dale, dale”, se escucha a través de un altoparlante, colocado a medias sobre una guagüita platanera que transporta una cama ajada y sucia.

“Acabo de llegar ahora mismo. Lo único que estoy viendo es que se desprendió una de las columnas que están haciendo del puente”, narra un señor de lentes oscuros y cabellos de plata y carbón.

“Véalo ahí, vea los hechos ahí”, indica otro señor, señalando hacia el precipicio. “Lamentablemente son accidentes de trabajo. Son problemas y hay que poner todo en manos de Dios. Todo obra para bien. Nadie sabe: de ese problema puede venir un resultado diferente”.

Las nubes se mueven presurosas y otra vez amenazan con derramar su contenido sobre los presentes, quienes se mantienen inmutables ante el ultimátum. Siguen observando, como observan los de abajo, a donde no llega la esperanza. Solo eso pueden hacer.