Después de una larga persecución con mi torre a su rey, dejé pasar la oportunidad dorada de cambiar reinas y Camilo no me perdonó. Fue el segundo jaque mate de una tarde en la selva verde, vegetación verde, río verde, preámbulo de verdes uniformes. Me pareció suficiente humillación y preferí no seguir. Él sonreía satisfecho.
Sólo llegó a completar hasta 5º de primaria, pero Camilo es buen orador, aprende rápido y se le ve un tipo inteligente, muy inteligente si se mide con la vara del ajedrez.
Tiene 27 años pero parece más joven, tal vez por lo bajito y menudo. El tamaño engaña: el hombre tranquilamente puede cargar 50 kilos al hombro.
Cuando lo conocí iba con una camiseta Nike de vivos colores, las imprescindibles botas de caucho, un hombre cualquiera de esta zona afro de Colombia. ¿Qué era? ¿Civil, miliciano (miembro no armado de las FARC), guerrillero?
—Guerrillero, yo estoy ahí en el campamento.
Ah.
El río Naya, que divide los departamentos occidentales de Cauca y Valle del Cauca, es la gran avenida de la zona, donde casi no hay carreteras. Y como sabe cualquier publicista, una gran avenida es un espacio óptimo para anunciar productos. Lo saben también las FARC, que más o menos cada kilómetro pusieron carteles con mensajes como: "FARC-EP, 52 años tras la paz", decorados con fotos de sus máximos líderes.
Tras decenas de carteles la lancha se detiene en un punto en el que un fino arroyo se encuentra con el río. Allí un pequeño grupo de guerrilleros, muy jovencitos ellos y ellas, nos reciben en silencio y empiezan a cargar nuestras cosas. Hay pudor y sumisión en sus miradas. Hay un fusil en cada uno de sus hombros.
Una guerrillera sonríe y muestra una reluciente ortodoncia. No es la única. ¿Ortodoncia en la selva, en la guerrilla?
—Sí —responde uno de los muchachos- las hace un odontólogo de los nuestros.
A lo mejor terminan teniendo aquí mejor servicio de salud que muchos en Colombia, pienso.
Una caminata cuesta arriba por la selva, olor a vegetación, a barro, pero sobre todo a humedad, siempre la humedad, nos lleva hasta el campamento.
Es una pequeña ciudadela de madera, escondida bajo las copas de los árboles y cerca de una fuente de agua -la primera condición de la guerrilla para elegir un sitio donde armar base- que con largas mangueras negras alimenta un piletón de 2×2 metros que sirve para cocinar, lavar platos y ropas, limpiar las botas del barro y darse baños a baldazos.
Aquí viven 18 guerrilleros, 11 hombres y siete mujeres, que en tres semanas despejaron este pedazo de selva y levantaron media docena de caletas (espacio para dormir) "deluxe" con piso, techo y alguna pared; camas con colchonetas y mosquiteros en las que duermen de a dos. Cada uno comparte cama con quien le indique el comandante, porque aquí las decisiones las toma siempre el de arriba.
A las parejas sí se las deja dormir juntas. Pero tienen que ser de hombre y mujer. La guerrilla ha sido acusada de ser una organización homofóbica. Aunque ya no echa a los homosexuales de sus filas en forma definitiva, sí los saca de los campamentos, les quita las armas y los manda a trabajar de milicianos, me aseguraron tres comandantes.
Además de las caletas y el piletón, el campamento tiene un baño -con inodoro-, un patio de unos 10 x 3 metros hecho de tablones de madera, coronado por un cartel similar a los que adornan el río Naya, una sala de reuniones y esparcimiento, o aula, más grande que el patio, equipada con sillas y una mesa de jardín, todo de plástico azul, y un almacén de alimentos y elementos de limpieza.
Todas las estructuras están unidas por corredores de madera, para alejar los pies del barro que todo lo cubre.
Este campamento tiene energía eléctrica, provista por un generador, así que las caletas tienen tomacorrientes, la sala tiene una TV de pantalla plana de 32 pulgadas y el almacén una nevera de esas blancas, anchas y bajitas que usan en las tiendas, llena de bebidas frías para paliar el calor constante.
Frente a la TV varios de los guerrilleros miran una película de Cantinflas, de esas donde los mexicanos son simpáticos, chiquititos y coloridos y la protagonista es gringa, rubia y blanca como Barbie. Antes habían estado viendo la película Los Magníficos (Equipo A), donde los personajes hacen cosas de guerra que estos muchachos saben imposibles.
Más tarde aparece en la pantalla una publicidad de la serie La Niña del canal Caracol, basada en hechos reales, que cuenta la historia de una mujer que había sido reclutada por las FARC cuando era menor. Me da curiosidad.
—¿La miran acá?
—No, mucha propaganda -me responde un guerrillero, explicando que no les convence el contenido y el enfoque de la serie.
Aquí los guerrilleros mantienen su actual rutina de comer, dormir, asearse, mirar tele y ver caer la lluvia todas las tardes. También toman cursos para prepararse para la política posconflicto y pensar, pensar mucho acerca de cómo los recibirá Colombia y qué serán cuando dejen de ser guerrilleros, si el proceso de paz que el gobierno y las FARC sostienen desde hace más de tres años prospera.
***
—Ingeniero civil.
Dice un ya uniformado Camilo, quien está presente en el campamento, aunque no es parte del grupo que vive en él en forma permanente.
Quisiera ser ingeniero civil porque le gusta construir, pero sólo si se lo permiten en las FARC, si cabe dentro de la misión que le dé la guerrilla una vez que se convierta en movimiento político no armado. Parece que aquí nadie puede imaginar que en la vida civil las cosas no funcionan así, que no viene ya todo determinado por las decisiones de un superior que dice todos los días qué hacer y qué no, que le toca a uno ir armando camino. Me pregunto cómo asumirán los guerrilleros esa nueva responsabilidad.
En todo caso, Camilo sabe de responsabilidades. Dice que a los 13 años empezó a hacer mandados para las FARC y manejaba un grupo de cinco milicianos. No es el único de su familia de ocho hermanos que se metió en la guerrilla, dejando una casa en la que nunca faltó lo esencial -sí una ducha caliente, que nunca tomó en su vida- gracias al trabajo de su padre en un aserradero. El menor les salió al revés: como los hermanos no lo dejaron meterse a las FARC se fue para el Ejército.
Camilo tomó las armas a los 17 años y a los 24 ya era comandante de guerrilla (24 hombres). Se le ven las cualidades de liderazgo y es de esos rebeldes que parece que tendrán más fácil el pasaje a la vida política civil.
Fuera de la selva también tendrán que aprender a sostener relaciones que vayan más allá de la de superior-subordinado o de guerrillero-guerrillero.
***
En las FARC no hay amigos, hay compañeros, camaradas, me responden todos los guerrilleros a los que les pregunto. El primero que me lo dijo fue el propio Camilo: "Aquí no hay derecho a amigos. Somos compañeros, un amigo es algo muy íntimo".
Esa intimidad, creen en las FARC, puede generar una lealtad comprometedora. ¿Y cómo puede hacer uno para tener que tomar una decisión difícil sobre alguien que se volvió un amigo?, me plantea. De lo que habla es, por poner el ejemplo más dramático, de cómo votar en caso de que se tenga que determinar si se debe o no fusilar a un guerrillero que violó las reglas de la insurgencia.
Él lo tuvo que hacer más de una vez, cuando compañeros suyos fueron condenados a muerte por robo de dinero, por ejemplo.
Camilo tuvo su propia mala experiencia con la confianza, una que le costó uno de sus peores recuerdos en la guerrilla.
Había llegado a un nuevo campamento y lo mandaron con un compañero a buscar un bulto de papas. No tenían cómo dividirlo para portar mitad cada uno, entonces se lo cargó él al hombro pero le pidió al otro guerrillero, un tal Sergio, que le llevara la pistola para ir más cómodo.
Tras un rato de andar se dio vuelta y Sergio no estaba más. Se había volado, esa forma poética que tienen aquí de decir que alguien desertó.
Las sospechas cayeron sobre Camilo, quien estuvo tres meses castigado, sin intervenir en ninguna actividad, siempre observado, sin poder siquiera ir al baño solo.
Todos tenemos descuidos, especialmente cuando estamos relajados. Distendido, uno perfectamente puede dejar en casa las llaves al salir o un guerrillero puede perfectamente dejar olvidada su pistola en el baño, sobre un estante junto a los rollos de papel higiénico, como la que yo encontré.
En este caso era una pistola con un bajorrelieve de la Fuerza Aérea de Ecuador. Es que las FARC conseguían sus armas de contrabando -tal vez de ahí vino esta- o de lo que quitaban al Ejército o la Policía en enfrentamientos. Por eso hay tantas M-16 de fabricación estadounidense y no los esperados AK-47 Kalashnikov, el arma icono de las insurgencias del mundo.
En todo caso, la provisión de material de guerra está, dicen, suspendida desde el cese el fuego unilateral que las FARC decretaron en julio de 2015, correspondido por el Estado por algo de extraño nombre, "desescalamiento", que quiere decir sencillamente no bombardear y evitar atacar a la guerrilla.
La baja intensidad del conflicto bien podría medirse en balas: cada rebelde solía portar 250 y ahora carga 150. Hasta eso puede que sea demasiado, pues ni siquiera están haciendo práctica de tiro, aunque esporádicamente sí se da algún choque con las fuerzas de seguridad. El último hace pocos días, en el que, según información de las autoridades, murió un soldado y otro resultó herido.
No, la guerra todavía no terminó.
—Yo me dedicaba a los explosivos, no a prepararlos sino a activarlos.
Así, de la nada, con esa sola frase, Camilo me hizo recordar que él, un simpático y amable muchacho siempre bien dispuesto, el hábil jugador de ajedrez, era un partícipe más de una guerra que es muerte y violencia. Un partícipe muy activo.
No, no ponía minas antipersonales, me aclara, sino que atacaba objetivos específicos, llevando la carga hasta un cierto lugar y activándola con el control de las puertas de un auto, con un walkie-talkie o con un teléfono celular. Camilo era alguien capaz de apretar el botón con la misma emoción con que hace que un peón se coma a otro.
Dejó de hacerlo desde el cese el fuego unilateral de julio de 2015, después del cual todo se transformó en la vida cotidiana de la guerrilla: "Hubo un cambio de un 99% en el sentido de la tranquilidad, porque anteriormente era presencia de Ejército, de combates de un lado, del otro; a nosotros nos tocó recorrernos esta selva como un tropel, aguantando hambre, nos tocó difícil".
Los temores ahora se concentran más en el futuro, en qué puede pasar cuando dejen las armas, en el recuerdo de pasadas desmovilizaciones guerrilleras que terminaron con matanzas de centenares de exinsurgentes a manos de paramilitares de derecha.
"En eso sí tenemos miedo, porque nadie quiere morir en esta vida", dice una de las guerrilleras del campamento, Diana, sentada en su cama mientras afuera llueve.
Pero hasta que eso ocurra, tal vez el mayor riesgo para los guerrilleros hoy esté en el río, en esas lanchas con motor fuera de borda que surcan a máxima velocidad el Naya. Los que las manejan son los motoristas, una versión moderna de los viejos conductores de coches, con antiparras transparentes para que no moleste el viento, pero sobre todo las gotas de la perenne lluvia.
Es un trabajo peligroso el del motorista. En 2008 uno se chocó con un palo que llevaba la corriente y del golpe quedó muerto dentro de la lancha, me cuentan. Allí lo encontraron, la lancha lánguida contra la orilla.
Los guerrilleros nunca se pierden el fútbol cuando juega la selección Colombia. Y en estos días tocaba, porque estamos en plena Copa América. Pero ver el fútbol en la selva nunca iba a ser fácil. Uno de esos aguaceros puntuales que por esta zona caen en la tarde movió la parabólica y se cortó la señal de DirecTV.
¿¡DirecTV!?
"Los camaradas de finanzas lo tienen que pagar mensual, si no nos la cortan", me dice Daniel, mientras otro guerrillero da buen uso a su walkie-talkie para mandarle instrucciones al que subió a acomodar la parabólica y devolver el partido a la TV. Al final tanto esfuerzo fue un despropósito: la selección, que jugaba con la reserva, terminó perdiendo en un encuentro deslucido.
Daniel tiene 20 años, ya lleva cinco en las FARC. No es el mismo tipo de guerrillero que Camilo.
"Yo no tenía conocimiento de lo que eran las FARC", me dice antes de explicar que terminó en la guerrilla tras discutir con su padre por un celular Blackberry 9360 ("el que estaba de moda", apunta) que se había encontrado en un cumpleaños. Se fue de casa y empezó a buscar cómo entrar en las FARC. Llegó a un retén de los insurgentes y dijo que quería ser miliciano, pero le dijeron que necesitaban guerrilleros. Aceptó.
"A los tres días de ingresado hubo plomo (combate)". Un operativo del Ejército en el que 300 soldados se enfrentaron con 15 guerrilleros. Salió vivo y ahora le gustaría ser médico.
Tiene algo fortuito la forma en que Daniel terminó en las FARC. Es como que le sucedió, no que lo buscó como parte de una conciencia ideológica comunista o socialista llevada al extremo.
Se escucha música, con ese sonido latoso de los parlantes chiquititos. Es una canción de Danger Mouse, que sale de una pequeña grabadora Sony.
"La música la sacamos de Internet", me explica el dueño de la grabadora. En el campamento no hay conexión, pero las canciones las bajan cuando visitan algún puesto de la guerrilla donde además de DirecTV hay wifi.
Daniel me quiere mostrar orgulloso unas fotos. Pero no las puedo ver, sólo está el envase: una memoria USB. Tiene que pedirle prestada la laptop a alguno de los compañeros que tiene una para poder mirarlas.
En esa memoria también lleva la música que más le gusta: canciones de Romeo Santos, de Silvio Rodríguez, Calle 13 y Andrés Calamaro. También hay mucho vallenato y un mp3 de la ópera La Flauta Mágica de Mozart.
Otro guerrillero, Esneider, lleva la música dentro suyo. Con timidez la saca para afuera, en unas estrofas de una de sus composiciones que es la doctrina de las FARC hecha música: "Es la que lucha / Por los que tienen una vida cruel / Por esto todo el mundo la quiere / Por esto todo el mundo la adora / Nacional e internacional / Si lo quieres saber / Esa organización / Es las FARC-EP".
"El desafío va a ser ganarse el respecto y no imponer el respeto con las armas", reflexiona Roque, mientras revisa un mensaje que le trajeron escrito en un pequeño papel doblado en cuatro y protegido de la lluvia por una bolsa plástica (es el sistema de comunicaciones seguras de la guerrilla).
Roque es comandante del Frente 30, que pertenece al Bloque Occidental. Tiene 33 años de guerrillero, un bigote fino y un humor ancho.
—Cuidado —me dice en un momento— esto está lleno de guerrilleros.
—¿Ah, sí? Todavía no vi ninguno.
Cuando se pone serio Roque, como los demás altos mandos de la guerrilla, como los carteles del Naya, insiste en el total compromiso de las FARC con la paz. Pero todos tienen fusiles, tienen pistolas, y una historia de hacer la guerra. Entonces, ¿qué son?
"Por el hecho de portar armas estamos listos para la guerra, pero psicológicamente estamos preparados para la paz y la política", dice Camilo, y me recuerda nuestro encuentro inicial, otra vez el tablero, las piezas de madera rústica, los movimientos calculados y meditados; pienso en las negociaciones de paz, y en la paradoja de que el complicado ajedrez de La Habana sólo será exitoso si termina en empate, aunque ese no sea la última partida.
Pienso también en lo que me dijo acerca de la amistad, y que si se firma el acuerdo finalmente podrá ser amigo de quienes hasta entonces fueron sus compañeros.
Me pregunto, también, cómo recibirá la sociedad colombiana al menudo guerrillero, ajedrecista, ejecutor de fatales ataques con explosivos, aspirante a ingeniero.
El dinero
Los guerrilleros no reciben dinero, pero las FARC necesitan grandes cantidades para funcionar.
¿De dónde sacan la plata para las parabólicas, la comida, las armas, los uniformes, las lanchas, el combustible? Más que nada de uno de los mayores generadores de riqueza de Colombia: el narcotráfico.
Para el gobierno, de intervenir en todas las instancias de la producción y distribución, aunque las FARC insisten en que sólo cobran un impuesto a los "peces gordos" de la cadena de valor de la coca: los que mueven el clorhidrato de cocaína, el producto final, y los que tienen laboratorios de producción de clorhidrato, no a los campesinos ni los que producen base de coca.
Según me contaron en el campamento, las tarifas son las siguientes: 110.000 pesos colombianos (US$36) por kilogramo de cocaína a los que mueven el producto y 270.000 (US$90) por kilo a los laboratorios. Son tarifas planas en todo el país. En total, US$126 por cada kilo de cocaína.
Según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por sus siglas en inglés) en Colombia en 2014 el potencial de producción de cocaína era de 442.000 kilos y es improbable que haya bajado, ya que se estima que la superficie cultivada de coca está aumentando.
Si las FARC cobraran impuestos sobre el total de esos kilos estarían obteniendo US$55,7 millones al año a nivel nacional.
Según me señaló su comandante, el Bloque Occidental de las FARC cuenta con unas 1.500 personas en armas. Sólo alimentarlos le cuesta al grupo insurgente US$2,9 millones al año (US$5,3 por guerrillero por día). Si las FARC tienen en total unos 6.000 guerrilleros, sólo darles de comer les cuesta entonces US$11,6 millones al año.
Otra cuenta: por la zona del campamento, un fragmento del Bloque Occidental pasan 70.000 millones de pesos (US$23,3 millones) por mes del negocio de la droga, me dice otro comandante guerrillero. A un precio estimado de US$2.200 por kilo de cocaína (cifras de UNODC) están pasando unas de 10 toneladas por mes. Entonces, sólo en esta zona, estarían obteniendo al año más de US$15 millones en cobro de impuestos.