En las últimas elecciones, todos querían votar por el candidato que le vendiera los sueños más maleables. Tenían la impresión de que el candidato, –sea del color que fuera– les daría el paso a la satisfacción de la victoria en las elecciones que vendrán el año próximo. Cuando hablo de color me refiero, claro está al color del partido y no al color de la piel. Ya se demostró que el color de la piel pasó a otra categoría hermenéutica en la República Dominicana. No tendría uno que plegarse a una vieja discusión de la dura fórmula del racismo contra Peña, que a fin de cuentas había sido cierto. Pero Peña no estaba en este mundo de los mortales.
La realidad no estaba como la realidad argentina, ni como la realidad chilena y mucho menos la boliviana, gracias a Dios. La gente da las gracias y no se equivoca: esos hermanos países estaban en la debacle y se debía a que estaban luchando de manera no secreta por una serie de quejas que entran dentro del plano intenso de las “axiologías programáticas” y los esquemas elementales del conocimiento de la filosofía política más descarnada y profunda. Es la economía, en todo sentido de la palabra y la gente sabe eso: la economía va primero.
No era extraño que consideráramos que el proceso continuaría, sobre todo en época de redes sociales donde la opinión es valor fundamental. Con un solo twitter un gobierno puede temblar, aunque es justo reconocer que la red social del pajarito no tiene la misma función móvil –así le llamaremos–, que tuvo en años recientes. Sin embargo, sigo con cautela lo que dice Lindsay Graham porque ese es el que pone en movimiento lo que Trump tiene que hacer y lo que no ha hecho y debe ser dicho en la política americana. Es un maestro del momento, Graham. Siempre pertinente, activo y lúcido con lo que dice a todos.
No había otra forma que tuitear lo primero que tenías que hacer; elegí meterme al mundo del senador para comprender como actuaba luego. Tenía cierta independencia como mostraba Nikky Haley, la señora que fue tan linda en su cargo de diplomática. Me hablaron de una cena en el país, y aunque no entendí por qué no me invitó esa persona, si me dije que aquí era “donde prendía” el asunto. No era nada que dijéramos sobre los hold outs, los fondos distressed, sino sobre temas que tenían que ver con la manera en que todo se interpreta. Ese viejo método nos permite, 1. Comprender que nuestro país no corre riesgo de tener una asonada cuartelaría, por ejemplo. 2. Que nuestro país tiene una garantía notable y cada día se endeuda más para diferente tipo de proyectos. 3. Que la gente empezó a comprender cómo es empresaria y parece que la economía, en ciertos quintiles, los protege en nuevas inversiones. 4. Todos estos temas para una sola noche en una cena.
Me paso entonces que me dijeron en WhatsApp que tenía que renovar el contrato de uso y ahí entendí por qué razón sucedían los asuntos esos de los algoritmos; los empresarios de tecnología saben que esos que hacen los microchips son los verdugos, pero también los que hacen los algoritmos.
De modo que software y hardware tendrían que ir de la mano como el vaso y el coñac, o como el tequila y el limón. George Gilder no lo hubiera explicado mejor en Microcosmos, o en Life After Google, su libro. Así fue como me di cuenta entonces que lo que pasaba en Argentina no era lo de Bolivia, ni lo de Venezuela ni lo de Chile, pero me di cuenta también que eso de no decir nada a favor de nuestros pueblos hermanos, es algo que no podía permitirme en medio de la incertidumbre que tienen en este momento.
Por eso, salve Chile y salven los pueblos hermanos que tienen que ver con el manejo de gente que ama, que sufre y que espera, como diría el gran escritor venezolano Rómulo Gallegos, un verdadero escritor aunque no con un nombre tan rimbombante o chulo como esos que nos venden en algunos lugares.