Como cualquier gremio profesional clásico, el Colegio de Abogados de la República Dominicana se concibe como la entidad que aglomera a los profesionales del derecho, defiende sus intereses, supervisa el ejercicio de la profesión tomando en cuenta las normas éticas que rigen al profesional del derecho, y por tanto, se encarga, evidentemente, disciplinar a los abogados.
Siguiendo la tradición iuspublicista el legislador consagró al Colegio de Abogados como una corporación de derecho público (art.2 de la ley 3-2019) dado que para el Estado el ejercicio de la abogacía tiene un interés público. La connotación de corporación de derecho público significa que se trata de una entidad autónoma de corte privado, pero que en determinadas circunstancias ejerce algunas potestades públicas.
Esta naturaleza del Colegio de Abogados es lo que de alguna forma justifica que el contribuyente y los usuarios del sistema de justicia tengan que pagar una contribución que va dirigida a solventar las actividades de este ente. De modo que además de los pagos anuales obligatorios de los miembros del Colegio, el ciudadano común también tiene que aportar al desarrollo del Colegio, siendo una tasa sin una contraprestación clara.
Los fondos públicos deben ser condicionados a objetivos puntuales que sean fiscalizables por la entidad pública que decida otorgarlo, sean estos para proyectos y programas que no solo mejoren el ejercicio de la profesión, sino que también sean de provecho para la ciudadanía en general
Con lo anterior es evidente que todo lo que ocurra en el Colegio de Abogados no solo atañe a los profesionales del derecho; sino también que atañe a todos las personas pues se trata de fondos públicos que maneja el Colegio y por ello, el clientelismo que caracteriza al Colegio, así como sus gestiones de saqueo e irresponsabilidad en el manejo de los recursos de la entidad afectan a sus miembros, a la comunidad jurídica y al ciudadano común.
Hace años que el Colegio de Abogados dejó de representar los intereses de los profesionales del derecho, hace tiempo que no se tienen procesos disciplinarios justos, hace mucho que esta corporación no aporta a ninguna discusión jurídica importante y hace demasiado tiempo que el Colegio no les suma a los abogados ni al interés general.
La política partidaria en parte tiene la culpa de esto; pero también el hecho cierto de que en realidad el Colegio de Abogados, en términos puramente prácticos, no aporta nada al ejercicio de la profesión y por ello, me atrevo a decir que la mayoría de los abogados están extrañados de esta entidad.
Siendo esta la realidad imperante y no habiendo una razón pública de peso suficiente, resulta obligatorio que en la primera legislatura del 2020, con un nuevo Congreso Nacional, se empiece a discutir sobre el rol del Colegio de Abogados, si es necesaria su existencia y en caso de que sí, el condicionamiento de los fondos públicos otorgados a dicha entidad, además de recomponer su dirección con funcionarios ex oficio que sirvan para supervisar las ejecutorias de los fondos que le fueren otorgados.
El pecado original del Colegio de Abogados es tener fondos públicos en un ambiente propicio para el saqueo y la impunidad, siendo esta entidad un botín más del ganador de la contienda electoral. Si el Colegio de Abogados no manejara fondos públicos por su sola existencia, estoy seguro de que otra fuera la historia y el rol que estuviera jugando actualmente.
Los fondos públicos deben ser condicionados a objetivos puntuales que sean fiscalizables por la entidad pública que decida otorgarlo, sean estos para proyectos y programas que no solo mejoren el ejercicio de la profesión, sino que también sean de provecho para la ciudadanía en general.
Toca ya poner fin a este Colegio de Abogados, ya podrido y poco representativo, y comenzar a debatir sobre un modelo de corporación de derecho público que sea lo menos agresivo posible con los fondos públicos, que no signifique una carga para el sistema de justicia y que verdaderamente se haga un ejercicio de autorregulación.