He estado desde hace días en plan de darle algunas vueltas al tema de la estupidez partiendo de un hecho fácilmente comprobable: todos y todas en mayor o menor grado hemos sido entrenados, educados o domesticados para responder de determinada manera a los infinitos retos que nos instala la vida; pero todos y todas estamos, sin embargo, absolutamente indefensos para enfrentar con éxito a la estupidez, esa “Torpeza notable en comprender las cosas”, según el Diccionario de la Real Academia de Española de la Lengua.

Por casualidad encontré un texto de Manfred Max Neef (Economista chileno y Premio Nobel Alternativo de Economía en 1983) en el que recuerda que desde su niñez consideró importante preguntarse “¿Qué es lo que hace únicos a los seres humanos?” Descartó primero que fuera el alma, que los animales no poseen, pues no le pareció creíble que Dios no hubiera dotado de tal cualidad a los animales. Probó luego con la inteligencia, ya que los animales actuarían por instinto y volvió a quedar insatisfecho pues por las contribuciones de la etología sabemos que los animales también poseen inteligencia. Dice Max Neef  “un día finalmente creí que lo tenía -los seres humanos son los únicos seres con sentido del humor. Otra vez fui desengañado por estudios que demuestran que hasta los pájaros se hacen bromas entre sí y se «ríen».”  Siendo ya estudiante universitario acudió a su padre en busca de respuesta a la pregunta que durante tanto tiempo le había obsesionado.  Su padre sólo lo miró y le dijo: “¿Por qué no intentas por el lado de la estupidez?”

Años más tarde, luego de dictar el curso «Investigación sobre la naturaleza y las causas de la estupidez humana», en el Wellesley College de Massachusetts, abierto también para estudiantes del Massachusetts Institute of Technology (MIT), Max Neef reclamó el honor de ser el fundador de la “Estupidología”. “¡Ningún otro ser vivo es estúpido, salvo nosotros!”

El hecho de que los seres humanos seamos dueños exclusivos de esa “torpeza notable” no debe avergonzarnos.  En realidad todos nuestros esfuerzos deben ser dirigidos a lograr disminuir, hasta donde sea posible, nuestros grados de estupidez y a enriquecer nuestro acervo científico con técnicas que nos ayuden a medir los avances y los retrocesos.

Por ejemplo, si nos ponemos en dimensión histórica hay preguntas que nadie podrá evadir.  Hijos y nietos seguro que un día nos preguntarán ¿qué hiciste o dijiste en aquel tiempo en que las causas eran archivadas?, ¿es verdad que la dictadura tenía cosas buenas?, ¿todos eran partidarios de la dictadura?, ¿tú creías que era suficiente con decir que todos lo hacen?, ¿cómo respondiste a la afirmación de que un buen gobernante se reconoce porque nunca se quiere marchar? Abuela, ¿qué edad tenías cuando leíste el Programa Mínimo del Movimiento de Liberación Dominicano?  Abuelo, ¿qué edad tenías cuando leíste “La mancha indeleble”?  Las respuestas tendrán que ser convincentes, pues si bien somos únicos dueños de la estupidez, debemos ser optimistas respecto a que nuestros descendientes sean menos estúpidos.

Por ejemplo, desde la Estupidología debe ser puesta a prueba la afirmación, ofensiva a la inteligencia pero indiscutible para la estupidez, “este es mejor que el anterior”.  A los estúpidos por lo general se les hace más fácil recurrir sólo al pasado y no intentar trazos de futuro.

Tampoco se olvide aquello de “es que el otro es terrible”. Primero me hizo gracia, luego me pareció ofensivo y finalmente sólo lo explica nuestra protagonista: la estupidez. Si no fuera estúpido ¿alguien podría justificar una opción con ese argumento?

¿Ha visto usted alguna vez a un ser vivo inferior en la televisión, en un programa que tiene una densidad de 13 insultos por minuto (los conté) y ha visto a otro ser inferior viendo el programa (al perro tuve que amarrarlo para que no se escapara)? Sólo la estupidez explica, y demuestra, que estar en cualquiera de los dos lados –insultando o escuchando con placer o indiferencia los insultos- es parte de nuestro patrimonio distintivo. Aunque para ser más rigurosos habrá que anotar que el estúpido (“el que se hace daño y hace daño a los demás”) queda en un nebuloso segundo plano frente a las conductas propias del bandido o malvado (el que “perjudica a los demás y se beneficia a sí mismo”).

A lo mejor en esta post modernidad tardía, de post democracia, de tiempos en que se prefiere “la galería y no el museo” es hora de abandonar las ciencias sociales pues no han dado con la estupidez como sujeto histórico.  Quizás, no lo han intentando por creer que predomina la gente inteligente, como plantea Cipolla aquellos que cuando actúan se benefician a sí mismo y a los demás. La realidad la ha dejado establecida el mismo autor en su Primera ley sobre la estupidez: “Siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo”.

Como debemos tratar de ser objetivos es necesario reconocer que ha habido intentos interesantes para acercarnos a cosas nuevas, pero lamentablemente el marco sigue siendo el reinado de nuestra “torpeza notable”. Para muestra un botón: las políticas públicas (las acciones u omisiones del Estado) no pueden ser remplazadas por la propaganda. Cuando los estadistas escasean, la falta de oferta no puede ser satisfecha por relacionistas públicos.  Y eso no lo digo yo.  Lo dice el último número de la revista a prueba de estúpidos “Too much”, en su artículo central: “A falta de pan, casabe”.