Ahora que Leonel Fernández sale de la Presidencia, muchos medios de comunicación andan preocupados por lo que llaman su “legado”. Si entiendo bien lo que les preocupa, se trata de discutir lo que podríamos definir como su herencia, lo que finalmente le deja a la nación.
Seríamos injustos si esa discusión no se ubicara en los contextos históricos correspondientes, pues en rigor esa “herencia” debe verse en el tiempo. El Leonel Fernández que surgió en 1996 como Presidente, fue el producto de un pacto fáustico, tras el cual Balaguer y Bosch cerraron filas para impedir el acceso al poder de Peña Gómez. Con ello, el PLD firmaba un trato de sangre que lo convirtió en una organización populista, de centro conservador. Aún así, en ese primer mandato quien en aquel entonces era el joven Presidente inició un nuevo cauce administrativo de la cosa pública con cambios institucionales que provocaron aprobación; abrió también una nueva práctica en política exterior que incluso recibió el apoyo implícito de Peña Gómez. Al final, ese gobierno no produjo mayores transformaciones, pero el joven Presidente salió bien parado de la prueba. Su imagen quedó como la de una joven promesa para la necesaria reforma institucional del Estado.
Cuatro años después, esa joven promesa volvió al poder, amparado en los estragos de la crisis económica que vivió el país entre 2003 y 2004 bajo el gobierno de Hipólito Mejía. Sin entrar en la discusión del método y en el estilo de política económica en que se sostuvo su estrategia anti-crisis, lo cierto fue que la nueva Administración de Fernández logró la estabilidad macroeconómica, la inflación se controló y el deterioro de la moneda fue frenado.
A partir de ahí, en un permanente malabarismo político y sobre todo económico, Fernández logró mantener la estabilidad del signo monetario y controlar la inflación. Pero se hizo claro que era un conservador no sólo en política, sino también en economía. Los aumentos de la tasa de crecimiento que su estrategia lograba no eran el producto de un nuevo estilo u orientación de la economía en su inserción al sistema mundial, sino de una política que combinaba el mismo esquema exportador de servicios en su agotado tradicionalismo caracterizado por la ineficiencia y la baja productividad, con una lógica de eficiencia tributaria, y una política de endeudamiento que le permitía sostener subsidios masivos, al tiempo que se embarcaba en ambiciosos programas de inversión como el famoso metro, desatendiendo urgencias en materia de políticas sociales, como eran los casos de la educación y la salud. La prueba de lo dicho es que bajo este esquema el sector agropecuario fue abandonado y no logró resistir la crisis mundial, como también las llamadas zonas francas entraron en una espiral de deterioro que produjo un masivo desempleo sobre todo en el norte del país.
Situado en ese punto se hizo claro que esa política de inversión no prioritaria, en términos de las urgencias sociales, se sostenía no sólo en la alta tributación que su administración lograba, sino también en el masivo endeudamiento externo en que el país se embarcaba. Se hizo también claro que eso no tenía mucho que ver con prioridades nacionales, sino con una sola: la preservación del poder personal del primer mandatario, la de mantener su imagen y capacidad clientelar ante la población más necesitada y la clase media.
En ese punto, se apreció que Fernández estaba construyendo un proyecto político propio, tras el cual el PLD se disolvía como organización, dando pie a un modelo corporativo de dirigentes/empresarios cohesionados en su Comité Político, bajo el mando indiscutible del Presidente del Partido y del país. Hubo escaramuzas inevitables como la de las primarias del 2008 que evidenciaron a un Leonel Fernández dispuesto a todo para mantener su poder, liquidando a sus propios aliados, en este caso Danilo Medina, quien entendió bien la lección, hasta que en un segundo acto logró tumbarle el pulso al Presidente e imponerse como candidato de su partido, esta vez con el apoyo del mismo Estado que cuatro años antes lo aplastara.
Poco a poco vimos como el país era manipulado por un verdadero equipo de control mediático de la opinión pública. Cientos de periodistas fueron comprados, pasando a formar parte de las nóminas palaciegas. Los empresarios bajaron la guardia atrapados por la cadena de favores presidenciales y las “elasticidades” de las autoridades tributarias. La imagen del líder redentor se fue articulando hasta hacerla idéntica a la de un iluminado que no se equivocaba.
Lo que se hizo entonces muy claro fueron tres hechos simples, vistos desde hoy. Que Fernández había tejido un proyecto de poder cuyo inicio y final era su persona. Que ese proyecto, contaba ciertamente con el apoyo de las clases poderosas, pero que estaba sostenido en una formidable maquinaria política que actuaba como una eficiente corporación económica. Que la sociedad política misma había sido convertida en un gran mercado de clientes, movilizados cada cierto tiempo en las elecciones.
El lamentable complemento de este ejercicio era el desplome institucional del Estado, la crisis de la seguridad ciudadana y la clausura de una eficaz política social que enfrentara los grandes problemas de la pobreza, el desempleo y el agotamiento de un modelo económico que hacia aguas. Fernández, un formidable hacedor de ilusiones, se auto engañaba mientras más se enfangaba su práctica providencial y clientelista, mientras más el Estado era sometido a la depredación neopatrimonialista por la élite que controlaba el poder.
Algunos ejemplos bastarán para apreciar lo aterrador y orwelliano del caso. Creo que, un poco cegado por los buenos resultados de su política de control mediático, Fernández apreciaba que era un líder que no tenía rival y era un cerebro preclaro. Con el aplastante triunfo electoral de su partido (PLD) en el 2006, que le dio el control del Congreso, se embarcó en una ambiciosa reforma constitucional. Logró movilizar a importantes segmentos de la población bajo el risible argumento de una revolución democrática puesta en marcha y encabezada, naturalmente, por él. La indudable capacidad de prestidigitación política que posee Fernández embarcó al país en un ejercicio que siendo en algún momento necesario para la nación (adecuar las bases político-jurídicas del país al nuevo orden mundial y a la nueva sociedad dominicana que hoy vivimos), no tenía soporte institucional, ni se apoyaba en una responsable y realista capacidad de acuerdo político entre los partidos y la sociedad que hiciera del proceso de reforma una experiencia de cambio democrático real del sistema político.
El producto fue, no hay que dudarlo, una nueva y mejor Constitución, mérito que no hay que negarle a Fernández. Sin embargo, la nueva Constitución quedó envuelta en un ropaje que terminó depositando en manos del Presidente mayor poder ante el Congreso y las Altas Cortes, del que ya de suyo tenía el Poder Ejecutivo en el período previo. La nueva Constitución –que nadie lo dude- lo que en el fondo hizo fue adaptar el presidencialismo patrimonialista que caracteriza a nuestra frágil democracia a las nuevas condiciones de un mundo globalizado, acentuando así el sesgo autoritario que había cobrado el régimen político. Se me dirá: la constitución es buena, lo malo ha sido el uso que de la misma ha hecho el Presidente. A lo mejor es cierto, pero lo central es que el ejercicio le salió como anillo al dedo al líder del PLD: la nueva Constitución del 2010 fortaleció su poder, le permitió mantener la posibilidad de regresar a la presidencia, e incluso le agenció mantener una cuota importante de poder más allá de su propio mandato.
El otro ejemplo es menos sofisticado. Se trata de las mega-obras emprendidas por Fernández, que lo sitúan en una línea de continuidad con el Balaguer histórico. Grandes vías de comunicación en la capital del país, sin planeación urbana previa, un metro costoso sin financiamiento que no fuera el conseguido con endeudamiento externo. Con esa opción de inversión pública, que lo catapultará –no hay dudas- en el imaginario dominicano por muchas décadas como un modernizador urbanista, Fernández simplemente tiraba al cesto de la basura opciones más funcionales de remodelación de la trama urbana, que eran sostenibles a bajos costos sin el relumbrón de las grandes vías, pero con el aserto de la funcionalidad del nuevo armazón urbano y, sobre todo, teniendo a su favor recursos para asumir demandas sociales impostergables en materia de educación, salud y empleos.
Finalmente, veamos el asunto de la política exterior. No puede negarse que el Presidente conoce los problemas que aquejan al sistema internacional, se ha movido con habilidad en este terreno, aunque a mi juicio creándose dificultades evitables en la Cuenca del Caribe, sobre todo con su vecino del norte, los EEUU. En parte esto tiene que ver con un incontrolable afán protagónico, pero sobre todo es el producto de las inconsistencias de su propia visión que lo mueve del Escilas nacionalista al Caribdis de la aplastante geopolítica. Sus cambios respecto a las relaciones con el vecino Haití prueban lo afirmado. Pero lo principal es que cualquiera que hayan sido los logros de su política exterior, que los tiene, pero cuyos ejes articuladores se desconocen, al depender únicamente de su persona no logran articular un modelo coherente que pueda trascenderle y crear así bases institucionales que hagan del Ministerio de Relaciones Exteriores un efectivo y necesario eje de nuestros vínculos con el sistema político internacional y la economía global que nos beneficien como nación. Para bien o para mal, lo ocurrido en esta materia morirá con la salida de Fernández del Poder Ejecutivo, sin haber creado propiamente una política exterior sostenible en el tiempo, más allá de los ciclos electorales.
Leonel Fernández saldrá del poder el 16 de agosto de este año como un verdadero caudillo, mejor aún, como el nuevo caudillo de la política dominicana. Su poder, dada la influencia real que tiene en el Congreso, el sistema de justicia, los organismos electorales y el efectivo liderazgo que ha logrado articular, obliga en justicia a reconocer que su llamado “legado” a la nación, y que preocupa a los medios de opinión, no indica que su presencia e influencia en la política nacional concluye con esa salida. Tan es así, que su afán por perseverar en la política le ha conducido desde ahora a articular ya su campaña para el 2016-2020.
Si los líderes de oposición no logran producir estabilidad en sus organizaciones y una coherente presencia en la política nacional que los vislumbre como opciones renovadoras, si en el PLD el dominio aplastante de la figura de Fernández permanece, una vez salga de la presidencia de la República, si el nuevo gobierno de Medina no fortalece la institucionalidad del Estado y da muestras de eficiencia en su gestión y vocación democrática en sus vínculos con la sociedad, afirmando un poder y personalidad propios, entonces el “legado” de Fernández distará mucho de haberse cristalizado como algo “ya muerto”, pues en ese caso lo que estaríamos viendo sería una especie de capítulo modernista de una historia de caudillos, con los resultados naturales que la política caudillista trae consigo: personalismo político, deterioro institucional, acentuado autoritarismo y vocación de poder absoluto; en fin, deterioro, crisis y posible desaparición de una sociedad democrática como el mundo moderno y civilizado la conoce. Lo dicho, entonces, en modo alguno indica un cierre, el final de una historia; permite, por el contrario, pensar en la hipótesis de la permanencia de un esfuerzo de poder que se mantiene como capítulo abierto de la política nacional.