A propósito de la visita de los obispos dominicanos al Papa Francisco, vale recordar, dado su activismo en los temas políticos, que una de las cuestiones más debatidas en la Iglesia ha sido desde los tiempos de León XIII el papel que ella le reconoce u otorga al Estado en la economía.
Juan XXIII dijo que la historia y la experiencia demuestran que “en los regímenes políticos que no reconocen a los particulares la prioridad, incluida la de los bienes de producción, se viola o suprime totalmente el ejercicio de la libertad humana en las cosas fundamentales”. Sin embargo, este respaldo a la propiedad, fundamentado ya en la encíclica Rerum Novarum (1891), no admite por la Iglesia el derecho a una acumulación ilimitada de riqueza. De hecho la ética moral de la doctrina social de la Iglesia trata de situar a éste en un punto intermedio entre el individualismo extremo, manifestado en la teoría de mercado libre, y los enfoques colectivistas, expresados en los modelos de sociedad comunista.
El rechazo a esto último ha sido objeto de numerosas interpretaciones a partir del señalamiento de Juan Pablo II de que “tampoco conviene excluir la socialización”, en las condiciones oportunas, de ciertos medios de producción, tal y como lo citaron años antes los obispos norteamericanos en su famosa Carta Pastoral de 1985-86. Además, en Rerum Novarum se habían dictado las normas de intervención del Gobierno, al exponer el Pontífice claramente que “si, por tanto, se ha producido amenaza o algún daño al bien común, a los intereses de cada una de las clases que no pueda subsanarse de otro modo, necesariamente deberá afrontarlo el poder público”. Pero es Juan XXIII quien, muchas décadas después, sintetiza más profundamente la posición de la Iglesia frente a esta cuestión tan largamente debatida en todo el mundo, al señalar que el Estado no puede permanecer al margen de las actividades económicas cuando está en juego el bien común.
Al analizar el papel del Estado en la economía, Juan XXIII escribió que uno de sus deberes es intervenir a tiempo a fin de contribuir a producir bienes en abundancia. Además, dijo, constituye una obligación del Estado “vigilar que los contratos de trabajo se regulen con justicia y equidad” y que en los ambientes laborales “no sufra mengua ni el cuerpo ni el espíritu, la dignidad de las personas humanas”.
Está claro, sin embargo, que el rechazo de la acumulación de riquezas por particulares planteada en infinidad de documentos oficiales de la Iglesia, se aplica igualmente al Estado o al Gobierno. En efecto, la norma de fijación del ámbito de esa intervención gubernamental es el principio de la subsidiariedad, que ya había enunciado Pío XI en Cuadragesimo Anno y que ha servido de guía a los papas sucesivos. En esencia, este principio de subsidiariedad reconoce únicamente el derecho del Gobierno a hacerse cargo de iniciativas necesarias para proteger la justicia, en todos los órdenes que excedan en todo caso la capacidad de los individuos o grupos privados. En palabras de Pío XI, el Gobierno finalmente “debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social pero no destruirlos o absorberlos”.
En su libro “La Doctrina Social de la Iglesia”, C. Van Gestel profundiza en la posición oficial del Vaticano sobre la propiedad y el rol del Estado frente a la misma. “Como este derecho se deriva de la naturaleza”, dice, “el Estado no puede abolirlo. Al contrario en la organización del régimen concreto de la propiedad, deberá considerar la naturaleza como el fundamento designado por Dios del orden social y del mantenimiento de los derechos personales”. Y afirma que el estatuto jurídico de la propiedad no debe concebirse como un orden estático inmutable, sino inspirarse “en las exigencias del bien común y adaptarse a las condiciones cambiantes de la realidad social”.