En 1914 el escritor y político dominicano Tulio Manuel Cestero llevó a la estampa su famosa obra La Sangre, donde se denuncian a modo de relato muchos de los desacatos cometidos por el dictador Ulises Heureaux. En dicha novela se recrea iconográficamente la fisonomía de la ciudad de Santo Domingo y de algunos de sus sectores. Las imágenes datan del siglo XIX y en ellas se pueden apreciar las calles y las empobrecidas casuchas. Lo que llama la atención en nuestros días es el hecho de que en la actualidad subsisten algunos sectores arrinconados de nuestra ciudad que conservan esos aspectos, y no precisamente como baluarte de una época ya superada, sino más bien como un residuo del tiempo que se resiste a desaparecer. La pobreza y la falta de desarrollo no han dejado de ser un problema mayúsculo en nuestra sociedad ante la ceguera o la pusilanimidad de nuestra clase política.

En la actualidad coexisten dos épocas distintas en la República Dominicana; algunos viven en medio de las condiciones que brinda la sociedad moderna y otros, una inmensa mayoría, vive sumida en el siglo XIX. Los problemas básicos de los dominicanos ya no parecen ser los temas de conversación en la palestra pública; hoy en día se habla de internacionalismo, tecnificación y de capitales, pero no de nacionalismo, educación y pobreza. Las prioridades han cambiado en un país donde los problemas son los mismos y los dominicanos se sienten no solo abatidos, sino también sin deseos de luchar.

Serviría de consuelo saber que entre los dos mundos existe un puente que hace menos insoportable las diferencias de clases y las desigualdades sociales, pero lamentablemente ese puente no existe. Nuestros gobiernos parecen reservar una agenda profundamente conservadora para aplicarla desde el Estado; un programa temático que va dirigido a los más favorecidos que son menos, en detrimento de los desprestigiados económicamente que son más. No podemos pretender la nivelación de clases ni una sociedad comunista al estilo precolombino, pero tampoco debe asimilarse como normal una pobreza social indigna y unas desigualdades que engendra a las injusticias. Debemos admitir lo penoso que resulta ver las arcas personales de nuestros líderes inmensamente abultadas, cuentas bancarias estridentes a los ojos de los pobres dominicanos; cuando un empleado común trabaja 8 y 10 horas diarias para devengar un salario de entre los 18,000 y 20,000 pesos. Los sueldos de los médicos, profesores, técnicos y profesionales son miserables y apenas alcanza para cubrir necesidades básicas.

No se puede vivir en un país entre dos mundos. No se puede aceptar la desigualdad y las injusticias. No debemos pretender que todas las arcas estén igualmente abultadas, pero si debemos aspirar e incluso exigir que los servicios sociales de calidad que disfrutan los que son menos estén al alcance de los que son más; porque las mayorías también son personas, ellos también son dominicanos.