Suele pasar que resulta fastidiosamente vital estudiar las artes (la literatura en nuestro caso) dejando de lado todos los posibles esquemas de sentido y ocupándonos exclusivamente del manejo de la técnica. La palabra griega tékne insinúa, no sin ciertos destellos de coquetería, reglas y protocolos que al final son el encaminamiento para confluir con cientos otros en la homogeneidad, esto claro en su acepción más simple ya cualquiera otra adicción queda bajo el ojo místico de quien la busque.

Amasar la palabra y adobarla con el esperanto que traemos de fábrica es lo que se suele llamar técnica en literatura. No debe confundirse en estructuralismos donde las manchas rojas de humanidad no son más que un bosquejo, hay distancias entre el uso álgido de la teoría del bit (descendiente directa del estructuralismo) y la maestría en la ejecución donde más que comunicar lo que se implora es una purga de los demonios de la infancia.

Así también unos cuantos en el afán corrompido, en su falacia de técnica pretenden la perfección y persiguen, como los amigos de Salem, cuanta cacofonía encontrasen para la hoguera. De los mártires perdidos de esta causa podemos citar Le Mot Juste que yendo preñada de buenas intenciones destruyó La educación sentimental. Es que esos pequeños errores, ese mal sonar, las inexactitudes y las redundancias enriquecen la obra, le muestran el camino hacia el otro, aquel que tiene en sus lecturas el poder de exorcizarnos.

El problema, el gran problema de la técnica es su parentesco con el cervatillo, su letal naturaleza huidiza; cuando por fin es nombrada y definida y sugerida es precisamente porque ya ha muerto. Esto es debido a que el material que pretende dominar la técnica es materia viva, en perpetuo cambio. La lengua, queridos míos, es una puta cadenciosa y lasciva con ciertos complejos de inferioridad y una pésima autoestima que se deja toquetear por todos pero que solo sigue a los que no la admiran, a la gran masa que prefiere el foreplay para dejarla babeante y deseosa. Los que se ponen por encima de la lengua e inventan nuevas (palabras) formas de tocarla son obligatoriamente los que les dan vida y razón. Y esos son rara vez los poetas y nunca serán los puristas del lenguaje que la amortajan en diccionarios.

No hay con la lengua otra connotación que la íntima, es por eso que hurgarla desde ojos ajenos no pasa de un voyeurismo absurdo e interrupto. No está mal entre todo el naufragio inicial tomar de tabla a Quiroga o al sobrevaluado Márquez pero no se puede tomar sus lecciones como los únicos terrenos transitables. Peor todavía tomar asuntos que les funcionan a otras lenguas por su estructura. Es un vicio habitual entre los creyentes de algunas escuelas literarias (talleres si acaso) la inclinación por la prosa americana, más precoz que veloz, cosa que no está del todo mal pero que hace perder el norte. El norte bien debe ser buscar técnicas que respondan a nuestra lengua actual y no a la de Bosch ni las extranjeras.

Déjese caer de la mata el hecho del camino propio y no el ajeno. Tomar la mano de papá es tan importante como saber cuándo soltarla, incluso (si es que se llega a tanto) cuándo tomar la mano nuevamente no ya para ser guiado sino para guiar.