Una de las sensaciones más raras y desagradables que siento es cuando me aplauden.
Cuando hago actividades bajo techo le digo al final al público: por favor, hagan algo novedoso: no aplaudan.
Tampoco me gusta que me presenten: eso de poner a un loro alabándote, elogiándote, recordando alguna anécdota simpática e inteligente tuya es terrible.
Es más: ni yo me presento al público. Arranco y ya. "Yo soy fulanito e hice esto o lo otro" me parece super ridículo.
Si uno lo que quiere es presentar libros, entonces hable de sus libros y no de su maquillista o sus uñas o de su maestrica de escuela o al compañero super descalabrado que ahora es Super Millonario y la voz obligatoria en todos los carros que van de Santiago a Estancia Nueva. Ah las presentaciones de libro…
Preferiría asistir a la lotería de los lunes, con los no-videntes aquellos y el tipo de voz super engolada, que no a la puesta en circulación de tu última obra genial, oh Mundo del Pequeño Adams!…
Mucho menos creo en homenajes o reconocimientos o diplomas. El último diploma que me dieron -aunque usted no lo crea Roberto Salcedo, el síndico de Santo Domingo, me declaró "Hijo distinguido de Santo Domingo", diploma que sospecho se lo ha dado por igual a medio mundo y que si usted me visita en mi casa de San Carlos verá en todo lo alto en la sala de la primera planta-, lo sacó una secretaria de la Feria del Libro de una gaveta, con la misma delicadeza con la que sacan un derretido de queso ya más frío que un cadáver de un pingüino.
Cuando hablaba sobre esto de los homenajes con el maestro Rafael Solano, el mítico autor de "Por amor", con su voz en sí bemol me decía: "A mí a veces me ha pasado eso con los reconocimientos. Alguien me llama para decirme que me tienen homenaje en un bar, me dan mi diploma, y luego me ponen a tocar "Dominicanita" ".