… durante largo tiempo he querido habitar en una montaña, apoyarme con los brazos abiertos en una cruz, ofrecer a las arcadas del cielo una oración, una oración que los ángeles desplieguen por las alturas; una oración íntima, a la cual acudir desde la ternura, esculpida, escrita por una mano fácil de identificar, nacida modestamente en la primera hora de la mañana.
Esa oración sería un eco, un sentir, un sentimiento, una constante necesidad de expresarme aferrada a la esperanza del amor de Dios, y a su gloria eterna.
Dios quiere oraciones, oraciones que conserva para sí, como una manifestación de la virtud sublime de lo humano; oraciones hermosísimas, abiertas, de plenitud… son las que surgen de la confianza sosegada en el orden divino, que se invocan con serenidad, y estremecedor deseo de dejarnos mirar, y, tocar por el afecto de Dios.
La oración nos tiende un puente hacia los milagros, hacia la piedad y hacia la fe. No es difícil orar; difícil es recordar que debemos orar, y recordar nuestra condición de mortales.
Lo más noble del alma humana es la oración; es lo único puro del intelecto. Oremos sin formularnos preguntas; reflexionemos a través de la oración, y encontraremos una luz blanca al sumergirnos con intensidad en el misterio del Espíritu Santo. Al orar todos los días, él nos imparte su bendición.