En mi condición de advenedizo digital, les adelanto mi perdón por lo que voy a contarles.
Muchos opinantes mediáticos han aireado su asombro por la muerte anunciada en Facebook de al menos tres seres humanos de esta tierra. Pero yo, “poco me lo jallo” para el crecimiento geométrico de esa red social y su posibilidad de emborrachamiento de usuarios estúpidos.
En estos tiempos de explosión tecnológica, ¿dónde colocaría su despedida de la vida un perceptor acrítico, acosado y deslumbrado por el sinfín de nimiedades que recorren su muro? En el lugar donde pasa sus horas sin saber que pasan. El mareo no le permite discernir.
Desde 1985 aprendí de siquiatras que la manera de suicidarse está relacionada con la condición social de la persona. Para aquella época, según mi mala memoria, las mujeres pobres se envenenaban con la pastilla de teñir las canas llamada “negro eterno”. O se cortaban las venas. La ingestión del raticida “Tres pasitos” ocupó luego el espacio del colorante que había sido sacado del mercado. Los hombres se ahorcaban, se lanzaban de algún puente cercano o tragaban vidrio molido. En la clase media alta y alta, la muerte se conseguía con un tiro de revolver o pistola en la sien.
La mayoría dejaba mensajes sobre su decisión fatal en un papelito cuya calidad y contenido revelaban el nivel intelectual y el lugar en la pirámide social. Ese era su “feisbú”; no había de otra.
En este tiempo, veo más formas de matarse: algunos usan las altas velocidades en carreteras y el consumo de alcohol. Y parte de los suicidas es nativa digital. Nada me sorprende, por tanto, que sus palabras de despedida sean virtuales.
Lo que debería aterrar a todo el mundo, como a mí, es el alto grado de incomunicación y distanciamiento mental que ha provocado en las familias el advenimiento de las redes sociales y los teléfonos “inteligentes”. Por su mal manejo, se estarían convirtiendo en instrumentos al servicio de la desintegración familiar y la violencia social. Paradójico, pero cierto.
En la familia no se dialoga, ni se escucha al otro. A lo más que se llega es a una simulación. Porque toda la fuerza de la concentración está orientada hacia la pantalla donde la duda debería regirnos porque la sinceridad de muchos usuarios deviene cuestionable.
Y por allí discurren a toda hora del día y la noche, cadenas interminables de chismes, insinuaciones, expresiones de envidia y mezquindad, cursilerías, imágenes falsas, irreverencias, chateos mentirosos, exhibicionismo extremo, narcisismo vergonzoso, manifestaciones de celos, noticias sangrientas, discursos hipócritas, chantajes, crueldades, piropos falaces, montajes, poses al granel, prostitución femenina, masculina y gay, desnudos prosaicos, suciedades en general.
Aunque algunos y algunas hacen valiosos aportes, son los menos; más no pueden hacer. Se impone la basura. Y las relaciones interpersonales y familiares se van al carajo a paso de gigante. En los hogares, en las camas, en los espacios públicos y hasta en los colegios y universidades viven de espaldas al diálogo. Se han ensimismado con la burbuja virtual mientras se erosionan valores fundamentales para la convivencia humana: respeto, buen trato, amor, honestidad, solidaridad.
Avanzamos hacia una sociedad robotizada, cosificada, donde el otro solo cuenta “si resuelve”. Los principios han sido enviados al infierno. No pocas veces quienes los pregonan en público, los practican en su cotidianidad familiar.
He ahí una de las causas del desorden que sufrimos hoy en nuestra sociedad. ¿Qué otra cosa podríamos esperar de un país que no se comunica desde su tronco básico, si no es inseguridad pública, caótico tránsito, problemas de institucionalidad, perversión generalizada, miles de matrimonios rotos?
Prefiero mil veces ver en las redes sociales el mensaje de despedida de un suicida cibernauta, que los indicadores tenebrosos de la desaparición de la familia como núcleo fundamental de la sociedad. Porque esa es la muerte de todos.
Alguna autoridad debería pensar en ello y reaccionar algún día, aunque le griten anticuada y metiche.