Justo ahora, cuando usted lee este artículo, alguna autoridad quizás se disponga a contar y comparar con el año anterior los muertos y heridos de Semana Santa a causa de los mal llamados accidentes de tránsito, borracheras, ahogamientos, riñas, atracos, “jarturas”… Locuras en general de los vacacionistas.
Justo ahora, cuando usted me dedica unos segundos de su tiempo, muchos tal vez se preparen para seguir tal contadera con más morbo que deseos de información. Y otros, probablemente, rebatirán a la autoridad, más por estar en contra que por curiosidad epidemiológica para informar con veracidad.
Sin estas escenas, la Semana Mayor no sería “tan sabrosa”. Como no lo habrían sido en otros tiempos las navidades, si faltaban las expectativas mediáticas de escasez de cerdo, pollo, manzanas, almendras, coquitos y teleras para las cenas del 24 y 31 de diciembre, y después de la bulla y la desesperación, el anuncio mesiánico de un funcionario garantizando el abastecimiento; es decir, “la felicidad del pueblo dominicano”.
Habrá decesos y lisiados para toda la vida. Lo adelanto. No hay que ser genio para predecirlo. Solo cambiarán los nombres. Eso sí, las víctimas no caerán por un castigo de Dios a quienes entienda transgresores de los preceptos establecidos en la Biblia.
Tendremos bajas; muchas o pocas, pero las tendremos como resultado del desplazamiento inusual de viajeros por el asueto de tres días, la cultura del desenfreno predominante en buena parte de las familias dominicanas y la actitud irresponsable de un Estado dominicano que vive de poner parches a problemas sociales que exigen abordajes sistémicos.
SOBRE LA SUPERFICIE
Nadie sabe tanto como las autoridades que, hace mucho, los “accidentes de tránsito” adquirieron aquí carácter epidémico y se han estacionado como tal. Ellas conocen los datos horripilantes sobre el impacto de tal problema en la juventud en tanto segmento poblacional más vulnerable. Saben cómo se desangra el erario a través de la atención médica en los hospitales públicos. Y cómo se desarticula una familia cuando pierde uno o varios de sus integrantes debido a una imprudencia de alguien. Tenemos un ejemplo en la muerte de tres hermanos al ser embestidos por una jeepeta conducida a alta velocidad por un joven ebrio en una concurrida avenida capitalina el día de la victoria dominicana en el Clásico Mundial de Béisbol, el 19 de marzo.
La primera causa de muerte en los jóvenes de este país no es el SIDA, ni el catarro ni el hambre. Vaya cualquier día del año a las emergencias de los hospitales ortopédico-traumatológicos Darío Contreras, Ney Arias Lora y Juan Bosch. Vea y pregunte. Siento que la carencia de prevención, las malas carreteras y la inconsciencia generalizada, en ecuación perfecta, diezman el verdor de nuestra población. Desfallece ésta bajo los “accidentes” y las drogas prohibidas y legales.
En los primeros 11 meses de 2012 murieron en República Dominicana 1,435 personas por la causa señalada, según la Autoridad Metropolitana de Transporte. Este país registra la tasa de fallecimientos más alta del mundo (41.7 por 100,000), solo superado por la isla Niue, en el Pacífico, conforme el Informe Mundial sobre la Seguridad Vial, 2013, de la OMS. Supera la media para América Latina, que es de 16.1 por 100,000. Cada año, 1.3 MM de seres humanos mueren por la referida razón; 50 MM sufren traumatismos. Las principales víctimas son jóvenes entre 19 y 29 años.
Cada año se escapa, sin embargo, sin un plan oficial real que apueste a soluciones de fondo, ejecutado religiosamente. Parece que solo importan las coyunturas.
Quienes viajan a menudo por las carreteras nacionales son testigos. No hay garantía de la mínima seguridad. Las velocidades excesivas y la carencia de vigilancia oficial son la norma. Predominan los irreflexivos y locos.
En las ciudades, peor, en razón de otro ingrediente nocivo: el peatón ignorante. Ningún conductor decente queda fuera del riesgo de atropellar a un caminante. Porque caminan como los mismos orates que, sin seguimiento de Salud Pública, desafían el enloquecido tránsito nuestro, creyendo que son de acero. No usan los elevados peatonales ni las líneas blancas para ellos. Ni respetan las luces de los semáforos. Salen disparados en cualquier dirección y atraviesan las avenidas. No veo forma de reducir las morbi-mortalidad por accidentes al margen de los ciudadanos de a pie y la familia.
PEQUEÑAS AMBICIONES
No vale la pena repetir la caótica historia del transporte público de pasajeros; tocó el fondo del irrespeto a las leyes. Los mejores ejemplos son: las subidas a los elevados en las direcciones este-oeste y viceversa; la parada del 9 y la avenida Máximo Gómez con Kennedy y con 27 de Febrero.
Que nadie ose comparar las vías públicas de República Dominicana con una selva, porque hay orden hasta en aquel mundo de animales irracionales. Mientras eso suceda en el hábitat de los pensantes y vivamos de aguaje en aguaje, no saldremos del grave problema de salud pública que son los “accidentes de tránsito”.
No me hago ilusiones mientras hagamos piruetas sobre las ramas. Solo aspiro que, al regreso de la jornada (domingo), no olvidemos el latrocinio de las tierras con vocación turística de Pedernales, y que el Gobierno no se deje engatusar de una caterva de vivos usando el fraude del siglo como excusa para no agilizar el despegue de aquel pueblito de la frontera. Que no olvidemos tampoco los veinte embarques de “hostias” sacadas por Barrick Gold de las entrañas de Cotuí y enviadas con hermetismo indescriptible al Vaticano para ser bendecidas y, con ellas, “rescatarnos” de la pobreza.
No soy tan ambicioso.