La inmigración haitiana, que vuelve a ocupar la atención de la opinión pública a raíz de la sentencia del Tribunal Constitucional, tiene en común con otros temas nacionales, como el de la educación, la salud, o la transparencia de la administración pública, el hecho de que constituyen males ancestrales no abordados de manera sistemática y sostenida por parte del Estado Dominicano.

Al no ser tratados dentro de una política de Estado, sino como meros componentes de políticas gubernamentales, el tratamiento de estos males ha sido cortoplacista, subordinado a los intereses partidarios coyunturales.

Las consecuencias de este tratamiento son situaciones de tal gravedad que llevan muchas veces a tomar decisiones precipitadas sin evaluar los costos logísticos, psicológicos, morales y políticos que dichas elecciones acarrean para la coexistencia pacífica de la sociedad.

Retomemos, por ejemplo, el problema migratorio. Durante décadas, el Estado Dominicano ha carecido de una política migratoria organizada, transparente y coherente. Gran parte de nuestras playas han sido entregadas a empresarios europeos para ser explotadas en condiciones que excluyen a la mayor parte de nuestra ciudadanía del derecho inalienable de disfrutar de un bien público. Luego, cuando ciertos sectores de la sociedad civil llaman la atención sobre los problemas legales y ecológicos de la situación, se intentan tomar paliativos, que luego se dejan a un lado.

De igual modo, nuestras fronteras son transgredidas con la complicidad de instancias llamadas a protegerlas. Por momentos, cuando crecen los debates en torno al problema, se toman medidas gubernamentales que recrudecen la supervisión y el castigo, para luego flexibilizarse u olvidarse dependiendo de las circunstancias o de los intereses prevalecientes.

Es obvio que la cuestión migratoria, como cualquier otro problema, no puede ser solucionado abordado de este modo.

La otra arista de esta irresponsabilidad histórica es la búsqueda del “chivo expiatorio”. Es bastante generalizado que cuando las sociedades experimentan un proceso de crisis económica o social se busque “un culpable”,  con frecuencia, este culpable es “el otro”, el extranjero. En el caso de la sociedad dominicana se habla del “peligro haitiano”, de “la invasión haitiana”.

Estas expresiones tienen un marcado tono belicista, pero además ocultan dos aspectos: Por un lado, la noción de invasión sugiere que “los invasores” solo traen daño para el lugar invadido, omitiendo que la sociedad dominicana, como toda colectividad conocida, se beneficia de la inmigración, aún de aquella no cualificada.

Segundo, es natural que todo individuo busque mejorar sus condiciones de existencia trasladándose al lugar más cercano. Si hoy este movimiento se produce de modo irregular, violentando principios básicos de soberanía o el respeto mínimo de normas elementales de coexistencia pacífica entre estados, ¿quién ha sido el principal responsable en permitirlo? ¿No es acaso el hecho de que nuestros gobernantes han asumido el problema migratorio con la misma irresponsabilidad que han abordado otros males nacionales la principal razón de actual situación de “peligro para nuestra soberanía”? ¿No es la cultura de la permisividad con los males nacionales, arraigada en nuestra población, la que contribuye con la situación de crisis?

Nuestra cultura del “dejar hacer” o “dejar pasar” es el fantasma que amenaza nuestro proyecto de sociedad, mucho más que cualquier amenaza foránea. La expresión del filósofo e historiador estadounidense Will Durant (1885-1988) referente a los grandes imperios se aplica también a nuestra sociedad: “Una gran civilización no es conquistada desde afuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde adentro”.