En un reciente artículo el catedrático español Enrique Moradiellos ha partido de los pobres resultados de los licenciados en pedagogía de su país para realizar una reflexión sobre el rumbo de la pedagogía contemporánea.
El escrito del profesor Moradiellos se sitúa en el mismo espíritu de mi artículo titulado “Sobre el profesorado” (25-10-2012). En el mismo señalé dos deficiencias básicas del sistema educativo dominicano:
a) En nuestro país se carece de criterios de admisión para el ingreso a las escuelas de magisterio. Los que carecen de condiciones para ejercer cualquier profesión terminan estudiando pedagogía. En este sentido podemos hacer nuestro el chiste: “Los que no son capaces de hacer nada terminan siendo profesores y los peores entre estos terminan enseñando en nuestras escuelas”.
b) En las últimas décadas la preocupación fundamental de las facultades de pedagogía ha sido el problema de “cómo enseñar” marginando la cuestión de “qué enseñar”. Para decirlo en las palabras del profesor Moradiellos: “la formación universitaria recibida ha descuidado gravemente los fundamentos disciplinares (el conocimiento derivado del cultivo de las disciplinas científico-humanísticas: historia, matemáticas, literatura, biología…) en beneficio del saber formal y procedimental de las “ciencias de la educación” (teorías psicopedagógicas, doctrinas didácticas, praxologías docentes…)”.
Quiero tratar en este artículo este último problema. Puede argumentarse que las facultades de educación deben preocuparse por aquello que les compete (cómo enseñar) independientemente de los contenidos científicos, tecnológicos y humanísticos.
Esta estricta demarcación sería admisible si pudiéramos separar el proceso de enseñanza-aprendizaje de los contenidos que los conforman. Pero esto no es posible, porque todo aprendizaje es un proceso de adquisición de destrezas, competencias, actitudes y aptitudes relacionadas con unos contenidos. Sin ellos, el proceso educativo está vacío.
Lo cierto es que de modo paulatino se produjo un proceso de independización disciplinar mediante el cual se constituyeron unas denominadas “ciencias de la educación” cuyo propósito fundamental era el análisis formal de la enseñanza. Esto por sí mismo no debía tener un efecto nocivo, pues era conveniente que el proceso de enseñanza-aprendizaje mismo se convirtiera en un objeto de reflexión o estudio.
Los problemas se generaron cuando la mencionada independencia disciplinar se convirtió en un proceso de aislamiento institucional con repercusiones epistemológicas y pedagógicas. Los profesionales de la pedagogía se asumieron cada vez más como los únicos expertos disciplinares en conocimientos y procesos que exigían una mirada interdisciplinar y multidisciplinar. Por ejemplo, el proceso de cómo aprende un alumno implica el conocimiento de técnicas y procedimientos que son objeto de reflexión pedagógica, pero exige también saber cuáles son los mecanismos neurológicos que interactúan en ese proceso, lo que exige la mirada de un científico cognitivo. A la vez, los distintos modelos educativos responden a paradigmas filosóficos, lo que impone la mirada del filósofo. Y así, la reflexión educativa no puede aislarse de la perspectiva ofrecida por las ciencias naturales, sociales y humanas.
El reconocimiento de esta situación permite realizar un debate curricular y extracurricular sobre cómo sacar el mejor provecho a esta dimensión de los procesos educativos. Por el contrario, la experiencia de nuestro país muestra que esta no fue la mirada de los profesionales de la pedagogía, quienes durante años han organizado reformas curriculares, congresos, talleres y seminarios educativos carentes de esta perspectiva, ajenos a los puntos de vista de los demás profesionales, salvo en aquellos casos donde se asumieron enfoques de la psicología y la filosofía de manera dogmática con el fin de fundamentar una ideología que legitimara el “status quo” de las facultades de educación.
Este aislamiento tuvo una nefasta consecuencia práctica. Los especialistas en “cómo enseñar”, a espaldas de los responsables de lidiar con los contenidos de la enseñanza (los científicos naturales, los científicos sociales y los humanistas) conformaron planes de estudio cargados de asignaturas instrumentales (dirigidas a las técnicas y procedimientos didácticos) en detrimento de las asignaturas llamadas a la formación en un campo del saber.
Todavía peor, en muchos casos, a nivel universitario, se diseñaron asignaturas pertenecientes a áreas especializadas, por ejemplo, la psicología, para ser enseñadas en las escuelas de pedagogía por personas que carecían de esta competencia disciplinar.
En el sistema de educación pública pre-universitaria la situación ha sido similar. Cuando todavía se enseñaba la asignatura de filosofía en el bachillerato, un licenciado en filosofía no podía enseñarla porque carecía del título de “licenciado en educación”. Por el contrario, licenciados en educación con mención en filosofía y letras, quienes recibían en su entrenamiento la mitad de asignaturas filosóficas que los licenciados en filosofía, sí tenían la licencia para enseñarla.
Todavía hoy, un especialista en cualquier área del conocimiento encuentra serios obstáculos para enseñar en nuestras escuelas si carece del título de “educación”, pero un pedagogo con la mención en una especialidad sí tiene la licencia para enseñarla.
Este modelo es la distorsión de lo que se conoce como el proceso de habilitación. En países como Alemania, toda persona que aspire a dedicase a la enseñanza requiere de una habilitación, de un proceso riguroso de entrenamiento y acreditación que otorga la licencia para enseñar. Pero antes de obtener la misma, el aspirante tiene que haber realizado estudios especializados en un área del saber, ya sea en las ciencias, o en los saberes humanísticos.
El “cómo enseñar” no puede reemplazar el “qué enseñar”. Ésto último es la precondición de lo primero. La incomprensión de este fenómeno ha caracterizado en nuestro país la miseria de nuestra pedagogía.