Las revoluciones no sirven para mucho porque sin excepción terminan superando en maldad  e incompetencia a las dictaduras o gobiernos que suplantan. Ningún ejemplo resulta más patético que el de Cuba. Tras cincuenta años de restricciones, sacrificios y supresión de libertades en nombre de una perversa causa de redención, la tiranía cubana, dirigida por la misma gente durante medio siglo, ha  confesado el fracaso de su esfuerzo en la construcción de un paraíso para los trabajadores.

Un fracaso patético, a causa de lo cual se ha visto en la necesidad, para evitar una contra revolución, de darles un poco de aire a los cubanos, a los que se les permite ahora tener sus propios ventorrillos, sin llegar a admitir los negocios como una actividad lícita e indispensable. La cubana no es en esencia una revolución. Dejó de serlo cuando los hermanos Castro se apoderaron de todos los resortes del poder en base al uso de la represión y el miedo.

Lo que existe allí es una dinastía casi monárquica, la de un líder vencido por la edad, y además enfermo, forzado a dejar las riendas de ese infierno terrenal en los brazos de su hermano, casi de la misma edad, congelado también en la guerra fría e implacable como él. Una gerontocracia vista todavía por  muchos latinoamericanos con ojos esperanzadores, como una vía de redención que en realidad no conduce a ninguna parte. Una revolución que asesina y exilia a sus propios hijos y que reserva veinte años de prisión, en condiciones inhumanas, a los autores de un poema, una novela o una simple crítica periodística. Una revolución que ensalza como dioses a políticos insensibles y corruptos, que han llenado de pobreza y desesperanza a millones de cubanos obligados a vivir en la gran prisión que es su propio país o morir de viejos en el exilio.

Las tímidas reformas económicas de los últimos años sólo demuestran el fracaso del modelo castrista.