La vida es el reino de lo no- lineal, la vida es el reino de la autonomía del tiempo, es el reino de la multiplicidad de las estructuras. Y esto no se ve fácilmente en el universo no viviente. (Prigogine, El nacimiento del tiempo)

El mundo y el cibermundo a los que estábamos acostumbrados a vivir antes de la pandemia no son iguales, hoy el mundo cibernético y virtual cubre al mundo real, su espacio son puntos de apoyo para que nuestra mente viaje por los confines del ciberespacio.

Estamos obligados al cambio, como sujetos que somos, y enfrentarnos a los grandes desafíos y capacidades para aprender a adaptarnos a los cambios que nos has traído la pandemia. Con voluntad y coraje tenemos que confrontar la vida con lo virtual y lo presencial- virtual en todas las dimensiones.

El cambio implica aceptar lo desconocido, lo impredecible, y todo lo que viene al encuentro de lo que somos. Más que nunca, en esta segunda década del siglo XXI, tendremos que aprender a buscar el encantamiento de los entornos cibernéticos virtuales que cultivan la ciberpolítica, el comercio virtual, educación virtual, la ciberseguridad y el ámbito cibercultural y tecnocientífico. Hoy, quiérase o no, nuestra vida depende en parte de la vida virtual y nos movemos en esta para no asfixiarnos en microespacios reales. Desde el espacio físico en que vivimos confinados por el COVID-19, nos lanzamos al ciberespacio para seguir viviendo de forma interactiva con los otros, ya perdido en avatares o en lo presencial-virtual, en programas virtuales de videoconferencias o de videollamadas.

Miramos desde las redes, secuencias de cibernoticias que van y vienen, pero sin producir asombro, o mejor dicho, este se ha pasmado hasta el punto que no conmueve, aunque sí nos paraliza e inmoviliza como ilusión y nostalgia de una vuelta a la normalidad; se vive en la ilusión ante la resistencia de comprender que esa normalidad que existió antes de la pandemia no volverá. Esto no significa que no seamos vacunados, pero la misma vacuna marcará un antes y después de las miradas, de los sueños y de la vacuidad del presente. Esta experiencia quedará marcada en el cuerpo y en el rostro del dolor escamoteado por una mascarilla.

Vivimos en un mundo pandémico, repleto de perplejidad, de convulsiones, pertrechado de ideas obsoletas y desenfocadas a la luz de estos tiempos cibernéticos virtuales, en las que el reinado de los datos e informaciones son profusos, lo que crea lo confuso y lo difuso de manera abrumadora. Es de ahí, que al pensar complejo se le confunde con lo complicado, el vivir en incertidumbre con la zozobra, a la angustia con el malestar de una amenaza que nunca se sabe si llegará y el morir con el miedo a lo desconocido, con el dejar de vivir la tríada del trabajo-placer-consumo. Se vive envuelto en tanta confusión, que a la crítica (producto de lo moderno) se le mira como enemigo del sistema (sea Gobierno u otras instituciones) y es por eso que la democracia no trasciende la chabacanería política y light.

Ante ese panorama, el pensar allí donde otros no han pensado se vuelve una amenaza, porque se piensa que les están arrebatando la esperanza como creencia e ilusión a una vida tranquila, serena y cargada de ánimo, de deseo a una vuelta a lo normal, tal como se vivió entrando el mes de enero 2020, donde el vuelo a la imaginación, de la visión y ensoñación no conocía el referente pandémico del COVID-19.

De ahí que la normalidad entra a una adecuación a las normas, al ritual de pensar de una manera en la que el espíritu de la cultura de la cotidianidad no sufra alteraciones, no desajuste lo que está ajustado, como los principios y los hábitos aprendidos de por vida. Lo contrario a la normalidad, es una anormalidad, una ruptura que solo se piensa llevan al desorden y caos.

Es por eso que la ilusión de una vuelta a la normalidad en la que vivíamos antes de la pandemia puede conducir a perder el horizonte y el timonel (control cibernético) del barco en este presente turbulento, del cual tenemos que aprender el cuidado de sí, (tecnologías del yo, en Foucault) para no confundirnos con el descontrol de los otros.

En tal sentido, la búsqueda desesperada de la ilusión de una normalidad que no volverá, forma parte del canto de los cisnes blancos, que no admite que haya “Cisne negro, de lo altamente improbable”, lo cual contribuye a pensar y vivir en lo anti frágil, como estrategia de aprendizaje, como bien hace referencia Taleb (2017a, 2018b).

En este contexto es que debemos aprender a vivir con nuestros fantasmas, de reorganizar y cambiar la vida en cuanto a priorizar los valores que nos ayuden a darle continuidad al vivir y que nos enseñen ayudar a vivir a los otros. Son tiempos no solo de reflexión sino de participación virtual e interactiva en el marco de una ética dialógica, en la que aprendamos a recoger los escombros y entender que son nuestros, porque nos lo va dejando el cataclismo del COVID-19, en sus aspectos social, económico, psicológico y existencial.