Una hora más tarde Flaubert se encontraba  en las oficinas del director del periódico de más abolengo, el más influyente y de mayor circulación del país, el “Listín Diario”. Se encontraba, Flaubert, cómodamente sentado en un amplio y lujoso despacho frente a Don Rafael Herrera, director vitalicio de un medio cuya fundación se remontaba al 1 de agosto de 1889. Herrera era uno de los hombres de más peso y mayor  prestigio en la opinión pública del todo el país. Era, sin lugar a dudas, la primera excelsa figura del periodismo dominicano. El decano de la prensa nacional. Y era además un hombre de reconocida cultura y dedicación a los libros. No por nada era dueño de una biblioteca memorable cuya colección de Biblias habían tratado de comprarle sin éxito las principales universidades y museos del imperio norteamericano.

Don Rafael Herrera reunía todas las condiciones del prócer, pensó Flaubert, sin temor a equivocarse. De aquel corpachón inmenso se desprendía un halo de simpatía y amor al prójimo. Era alto, abundante, con un pelaje blanco que denunciaba un carácter dulcemente ovejuno, de gran calor humano. Con él se entendería fácilmente.

De modo que Flaubert expuso a Don Rafael el mismo caso con las mismas palabras que había desperdiciado con el infame jefe de redacción de “La Noticia”. Habló con lujo de detalles de los tiros, el escarnio, los pájaros muertos y podridos, la falta de respeto a su persona, la inseguridad, el torturadero que habían fundado junto a su casa, los muertos en el zaguán, las burlas, el techo de su casa convertido en coladero. Y esta vez los términos que Flaubert empleaba en su copiosa descripción, palabras muy cultas y elegantes de uso poco común, al parecer estaban al alcance de su interlocutor, que era un hombre aparente manso, mansito que todo lo comprendía.

Desintegración de la persistencia de la memoria. Salvador DalíLo escuchaba todo, sí, con atención impresionante, y no se perdía un detalle, pendiente todo el tiempo de la denuncia de Flaubert y sin quitarle la vista de encima, al tiempo que sostenía una sonrisa que alternaba con reiteradas chupadas al larguísimo puro habanero.

Sabía escuchar con interés compuesto las palabras que Flaubert depositaba pulcramente, haciendo gala de su retórica impecable. Palabras que Flaubert había hecho suyas después  de treinta años de magisterio en el Conservatorio Nacional de Música junto a  su inolvidable maestro Manuel Rueda, del cual tenía una foto dedicada en el cuarto de los muertos de su mansión.

Antes de responder, Herrera se lo quedó mirando a Flauber con expresión cosmética y abotagada, se despojó del tabaco y la sonrisa. Se puso tristón, condescendiente, hizo con los brazos un gesto casi teatral de impotencia. Movió negativamente la cabeza ovejuna. Miró con ojos patéticos a Flaubert.

-Me deja usted sumergido en las circunstancias de un horror inconcebible, señor Flaubert. Atónito me deja. Desgraciadamente debo decirle que casos como estos pasan todos los días, son cosas de rutina…

Flaubert captó en el acto la dirección del razonamiento del director y lo interrumpió con un gesto heroico, preguntándole a boca de jarro, señor director, si acaso una de las misiones de la prensa no consiste precisamente en denunciar cotidianamente la maldad cotidiana y rutinaria. ¿Qué otra cosa podría ser más importante?

Meloso y apoltronado, el director suspiró con un gesto de profunda y humana inspiración.

-¡Y se imagina usted, señor Flaubert, qué sucedería si publicáramos estas cosas como hace la prensa amarilla? La publicidad del horror provocaría más horror, señor Flaubert. Además daríamos la impresión de ser un país en manos de incontrolables.

-Precisamente, señor director, así lo ha dicho el mismo presidente en varias ocasiones. El torturadero es prueba de ello.

-¡Torturadero? No le parece una palabra fuera de tono, señor Flauber, después de todo vivimos en una democracia.

-Una democracia que la prensa puede ayudar a consolidar mediante la denuncia de las lacras sociales, la criminalidad y la impunidad.

El director se removió en su confortable sillón ejecutivo como para sacudirse una incomodidad  que lo estaba invadiendo. Abrió los brazos en actitud perpleja y se puso a garabatear un cuaderno con la cabezota gacha para tratar de ignorar a Flaubert.

-¿Acaso no es más civilizado apaciguar las bajas pasiones que contribuir a exaltarlas, señor Flauber? Piense en eso. Piense en eso antes de pedir que se dé cabida en un periódico  que se respeta a semejantes noticias, si así las podemos llamar.

Flaubert sin desplomó por dentro. La conversación había llegado a un punto ciego y se sintió de pronto cansado y sin fuerzas para continuar un debate que ya estaba definido en contra suya. Aunque todavía tenía algo que decir y lo diría.

El director se removió de nuevo en su sillón ejecutivo y comprendió que Flaubert finalmente se había rendido, había tirado la toalla y no representaba más que un incordio del que se libraría enseguida. Volvió a mirarlo y a sonreírle entre chupada y chupada de su larguísimo puro habanero, pero la amplitud del gesto lo traicionó porque Flaubert pudo ver con asombro que entre los pliegues de la sonrisa ovejuna se asomaba un par de colmillos, indicando claramente que la oveja se había convertido en lobo y era hora de marcharse.

Lo que tenía que decir no lo diría. Ahora estaba en presencia del verdadero director y cállese.

Nota: En su visita a El Caribe le iría peor. Ahí ni siquiera lo recibirían. Y para colmo, cuando salía del edificio se encontró con el periodista Miguel Guerrero y le negó el saludo, como se lo negaba a todos los comunistas.

pcs, jueves 8 de agosto de 2013