Un criminal corresponsable en la muerte de millones de personas acude a juicio para enfrentar cargos por crímenes de lesa humanidad. La sala se encuentra repleta de personas: curiosos, relacionados con las víctimas y reporteros. Aquél individuo ha sido cómplice de una empresa monstruosa, pero no es un monstruo.

No hay nada en su mirada, en su lenguaje corporal o en su discurso que lo haga  diferente de aquellos que son testigos de su condena. Es un hombre común y sin embargo, ha sido capaz de ser un colaborador en actos excepcionalmente crueles.

¿Cómo explicar que un individuo ordinario haya sido capaz de ser el copartícipe de acciones criminales a gran escala?

Es comprensible que un hombre malvado sea capaz de hacer grandes males, pero que un individuo común pueda realizarlos, ¿no es espantoso y temible? ¿No significa que podemos vernos reflejados en su espejo y que también nosotros somos capaces de causar crueldad dependiendo de la situación?

Hace cincuenta años, en una obra titulada Eichmann en Jerusalén, la filósofa judía Hannah Arendt (1906-1975) acuñó el concepto de “la banalidad del mal” para referirse al hecho de que determinados individuos son capaces de realizar acciones malvadas, no porque tengan una tendencia especial para la maldad, sino porque operan en función del conjunto de normas establecidas en un sistema, adaptándose a cumplirlas sin reflexionar sobre las consecuencias de sus actos.

La temática ha sido retomada por la película de Margarethe von Trotta titulada Hannah Arendt (2012) y que se presenta en el marco de la XV Muestra Internacional de Cine de Santo Domingo.

El personaje objeto de la reflexión de Arendt, Karl Adolf Eichmann, fue un teniente coronel de las temibles SS, la organización político-militar del régimen de Adolf Hitler. Fue responsable de la logística del Tercer Reich, el encargado de tramitar nombres de personas cuyo destino era un campo de exterminio. Sin embargo, desde su perspectiva, sólo cumplía órdenes, todo era para él un trámite, el día a día de un burócrata ordinario.

Partiendo de la tesis de Arendt, puede inferirse que un sistema totalitario se nutre de individuos comunes como Eichmann. En el barrio, una señora religiosa hace la denuncia de un enemigo político o de una persona perteneciente a una minoría perseguida por el régimen. Unos policías comunes realizan el arresto, otro policía ordinario efectúa el interrogatorio, mientras un burócrata común hace el registro y otros individuos realizan la tortura.

Cada uno de los integrantes de esta cadena son personas similares a sus víctimas, con familiares, amistades, proyectos y actos ordinarios. Las acciones señaladas no son vistas por sus ejecutantes como actos excepcionales, forman parte de su vida cotidiana, de sus deberes elementales. La señora asume como su obligación religiosa denunciar al vecino, el policía entiende que es su deber atrapar al ciudadano diferente, el burócrata se concibe como alguien que registra un nombre, el torturador puede ser un psicópata, pero también, alguien que se ve a sí mismo como un individuo llamado a ejecutar  órdenes, sin responsabilidad directa en la muerte de las víctimas.

Todos estos personajes que alimentan al sistema son cómplices de una empresa obscura, pero en sí mismos no son individuos siniestros. Llevan sus vidas cotidianas de modo irreflexivo. Hacen “su trabajo” sin pensar en los fundamentos de sus actos, mucho menos en las consecuencias de los mismos.

Y relacionando problemáticas distantes en el tiempo y el espacio me pregunto si no será éste el mismo mecanismo que alimenta la corrupción estatal latinoamericana, una modalidad de “banalidad del mal” según la cual muchos individuos realizan pequeñas acciones para un sistema corrupto donde los individuos son cómplices, pero no se asumen como responsables.