Me aproximo con gran asombro y misterio a estos Silencios de Catedrales, y quedo, una vez más, dentro de una dimensión temporal que me confirma que la vida de Hilma Contreras, además de infinita es, de indagaciones profundas, como prodigiosa es la fantástica felicidad de recorrer la maravilla de su mirada.
No existe mejor definición que ésta, del silencio, para explicar de algún modo su transcurrir y existir desde la memoria en los paralelos históricos, en los intersticios novelados desde sus sentidos como observadora.
Su mirada es búsqueda, búsqueda en el espíritu de lo sagrado; lo sagrado como apasionamiento de lo eterno; lo eterno como un guión que nos llega en el calendario de un viaje, en la leyenda de la muerte.
Cada día que pasa, en los cuales hago más íntima mi aproximación a Hilma Contreras, me dejo llevar por la lectura de sus adentros, por los pormenores deslumbrantes de su belleza. Una belleza que ritualiza sin mentirnos, en su recuento autobiográfico, sutilmente, en el conjunto enunciativo de un pasado cuya pertenencia se fragmenta, se sintetiza en distintas facetas.
Imaginarme a la adolescente Hilma Contreras en 1928 es, como darle sentido de pertenencia a una efigie de inteligencia y agudeza precoz, en vuelo, en re-vuelo recuperado de las noches frías de invierno en París.
París como sinopsis de efusividad, de un continente inmemorial; tácito jardín de sueños, horizonte de la sabiduría milenaria compartida. París, de confortante sensualidad, de horas, de minutos, de diferencias en la imaginación, de simultaneidad en el fluir de la historia. Allí, Hilma Contreras, discurriendo en el alcance de la renovación poética y estética de los años 30, incorporada a las voces, a las interrogantes desafiantes de la escritura de mujer, con una personalidad recia que compagina textos, re-lecturas, subversiva, cuestionadora, sin adecuarse a una “domesticación” femenina.

Allí está la estudiante, ante la expectativa de la “normalidad”, en el claro-oscuro y unívoco convencionalismo de una identidad genérica, gracias al hábitat de la ciudad luz. La ciudad verosímil, la ciudad de cánones, de símbolos, de fiebre de soledad y fiebre de locura, hermosa, colectiva, donde la autora de Entre dos silencios hizo del lenguaje visual la evidencia de su cohabitación con el pasado en las piedras que, de aquí en adelante, son el refugio de su contemplación, de su mundo, de la jerarquía de las líneas.
Allí está Contreras, en la unión con de Dios, Dios junto a los ángeles, apóstoles, evangelistas y santos, en el reino patriarcal del enigma de la fe, en las catedrales medievales llenas de causa y efecto, de milagros, sin orfandad, sin negación, reconocido, hecho carne, luz, luz…y silencio.
Y allí, Hilma, en este monólogo de recorridos, en una cadena de espacios comunes: atrios, cúpulas, bóvedas, fachadas… bases arquitectónicas obviamente construidas, erigidas por manos fabriles, dedicadas por siglos, en reverencia a nuestro Padre Creador.
Hilma iba en grupo des étudiants del Instituto de Arqueología a la exploración de este ámbito iluminado por la gracia de la Santísima Trinidad, a un lugar-casa de oración, aposentada en la pródiga naturaleza de la virtud de lo perfecto, y su mirada se internó desde la ventana, desde la entrada, en la complejidad revitalizada del universo, como significado del ser.
Cuánto aprendizaje llevó en su vocación de esteta junto a los Silencios de catedrales, cuyos códigos de recogimiento para los parroquiales eran perenne registro de imágenes vitrales refractados, de esculturas y columnas sólo para el artificio impresionista de las fotografías.

Es así como creo intuir que Hilma captó con su cámara un acercamiento de proyección espiritual, evocativa del orden celestial, fijando su cuidadosa mirada en un escenario privado de máscaras, sólo con la virtud de un árbitro que fluye y re-fluye en el aliento compartido de las almas.
La exposición Silencios de Catedrales del 2002, de la autoría de Hilma Contreraas, realizada en la sede de la Embajada de Francia, fue un privilegio emblemático de conocer otra faceta de la célebre escritora nacida en San Francisco de Macorís. Su faceta como cronista de Francia, la Francia que tanto amó, ama, y amará, y por cuyo amor exclamó con llanto, y dolor en septiembre de 1939, cuando era inminente el inicio de la Segunda Guerra Mundial:
“Yo, que ya no dispongo de mi pensamiento ni de mi corazón, porque los tengo en la terrible contienda europea a punto de estallar, quisiera convertirme en radio para vociferar mi angustia, mi desesperada pena.
“Yo, desde luego, soy francesa, por simpatía y por gratitud, por esa gratitud que siempre une el discípulo al maestro (…)”.
Abrazada a su reconciliable recuerdo, Hilma Contreras escribió, una vez más, a través de esta muestra fotográfica de hechizante lirismo impresionista, parte de su recorrido hacia la inmortalidad. Abre una página de testimonios inesperados de una época. Sus imágenes son una propuesta decible para vislumbrar la conciencia del gesto en lo visto, sin apariencias simples, sino con un ya-saber que nos lleva a espacios fragmentarios, a referencias de peregrinación, desde donde la conjunción de edades es una valija de rutas, de incógnitas que se abrazan en el silencio con el convencimiento de que la gracia divina, en el principio, trazó desde las líneas de la vida una esperanza única, de desciframiento, metafóricamente, en la invisibilidad del verbo.
