Cuando se analiza la historia de la democracia occidental, nos damos cuenta que James Madison, quien fuera presidente de los Estados Unidos, tenía mucha razón cuando afirmaba que “hay más casos de usurpación de la libertad de la gente por la invasión gradual y silenciosa de quienes detentan el poder que por usurpaciones violentas y repentinas”.  Esto es palpable desde el modo como Hitler ascendió al poder, a través de lo que se ha conocido como un “golpe de Estado con autorización del presidente” –Hindenburg-, hasta la manera en la que, durante el siglo XX, el Congreso fue desplazado en los Estados Unidos en beneficio de una “presidencia imperial”  y, en el siglo XXI, las libertades de los ciudadanos en todo el mundo fueron disminuidas en el fragor de una guerra global permanente e infinita contra el terrorismo.

Tal paulatina e imperceptible limitación de las libertades se facilita cuando existe un desarrollo económico que permite a los ciudadanos sumergirse en la cotidianidad de sus vidas privadas y olvidarse de los asuntos públicos, que quedan en las manos exclusivas de los políticos profesionales. Podría decirse, junto con Max Horkheimer, que “la marcha del progreso hace que a las víctimas les parezca que para su bienestar da prácticamente lo mismo la libertad que la falta de libertad”.

Pero no vaya a pensarse que la pobreza estructural es el caldo de cultivo ideal para motorizar una rebelión de los ciudadanos frente a la usurpación de sus libertades. Mucho menos cuando el propio Estado ha creado una red clientelar que implica que, independientemente de los niveles de vida existentes, estos se presuponen mejores que los que existirían en ausencia de dicha red. Quizás la vía más expedita para evitar la erosión de las libertades por la interferencia estatal es la activación del potencial moral de rebelión de  las capas medias de la población. Pero ello requiere, primero, que haya una significativa clase media y, segundo, que se presente un estado de ánimo kantiano en donde, ante el manifiesto avance económico de un pueblo, haya un descontento de esa clase media frente a los atropellos, la limitación de las libertades y las injusticias sociales.

Traemos lo anterior a colación porque, en el caso dominicano, no hay que ser un experto politólogo para darse cuenta que lo que paulatinamente va emergiendo, por acción o inacción de los gobernantes, de la clase política, de las elites económicas y de la opinión pública en general, es un estado de ánimo, un estado de cosas, un clima espiritual, para decirlo con algún nombre, que propende a y propicia un aumento del rol del Estado como agente empresarial, una limitación de la libertad de empresa, un cuestionamiento constante de las ganancias empresariales, un azuzamiento de la envidia institucional con vistas a la eliminación de supuestos privilegios, una captura por el Estado de los órganos reguladores del mercado independientes, un cuestionamiento de todas las transacciones y concesiones privadas y mercantiles, una inagotable voracidad fiscal y una satanización de toda inversión, sea extranjera o nacional.

La muestra más reciente de esta tendencia lo es el creciente consenso de los políticos de que hay que reformar el sistema de seguridad social ya que, tal como afirma Abel Martínez, presidente de la Cámara de Diputados, “constituye una inequidad porque solo ha beneficiado a los empresarios que administran los fondos de pensiones y las administradoras de riesgos de salud”. Se habla de unas ganancias altísimas que, en realidad, son ganancias extraordinarias y coyunturales, obtenidas por las AFPs en los últimos ocho meses producto de la volatilidad del mercado y la normativa de valoración establecida por la propia Superintendencia de Pensiones. Pero nada de eso importa: muchos políticos acarician la idea de apropiarse de los fondos a la Cristina Kirchner, en lugar  de promover la inversión de los mismos en actividades productivas y en la vivienda y de ampliar la cobertura de la seguridad social.

El empresariado, atrapado en sus pequeñas divisiones, en plena transición de la primera a la segunda generación, preocupado por lo inmediato de sus operaciones y negocios, no alcanza a ver más allá de la curva y lo que todo esto presagia. Las elites económicas dominicanas no se han dado cuenta que, poco a poco, se han vuelto irrelevantes, en la medida en que los políticos devienen autónomos y que el empresariado no se ha organizado para la defensa de sus derechos como colectivo. Peor aún, el empresario, en lugar de erigirse en modelo de la sociedad, se han vuelto el sospechoso habitual, el culpable favorito, lo que explica por qué muchos, en contraste con los políticos, terminan en la cárcel, hazaña no lograda ni siquiera por los Estados Unidos frente a los fraudes corporativos de Wall Street.

¡Después no digan que no lo advertimos! Si no surgen nuevos Payos Ginebra, capaces de articular una defensa colectiva de los intereses del sector privado y de apoyar las opciones políticas comprometidas con la democracia, las libertades del mercado y el Estado Social, no habrá quien detenga esta deriva populista que comienza a acogotar a nuestra democracia.