La muerte violenta a destiempo es pan nuestro de cada día. El suceso de hoy, de mañana y,  ¿de siempre?

Encontraron un niño de cuatro años ahorcado “con un alambre telefónico” en un patio del  barrio capitaleño de Capotillo. Hallaron un  arquitecto-contratista de cuarenta años muerto por un disparo a la cabeza en un baño de la Oficina de Ingenieros Supervisores de Obras del Estado (OISOE) frente al Palacio Nacional. A diario escuchamos, leemos- y en algunos casos observamos en video- el accionar salvaje de gente quitando la vida a sus congéneres, o a sí mismo, por prácticamente cualquier motivo y en cualquier circunstancia. Y eso que muchos intentos fallidos ni siquiera se reportan.

No es nada nuevo, aunque no por eso la barbarie deje de horrorizar. Los motivos: ambición, celos, codicia, creencias/superstición, envidia, intolerancia,  poder, temor, venganza, y un sinnúmero de otros impulsos primitivos tan largo que no es práctico detallar.  Así  ha sido desde los albores de la humanidad, siendo el icónico relato de Caín y Abel un antiguo testimonio  de la verdad incontrovertible de que los seres humanos somos capaces de intencionalmente causar la muerte violenta  a nuestros propios hermanos, hijos, padres, cónyuges, vecinos y hasta a nosotros mismos (ni hablar del “enemigo”), a pesar de los múltiples mandamientos celestiales y terrenales de respetar y conservar la vida humana por sobre todas las cosas.

Difícil es saber estadísticamente cúanto hemos mejorado en el respeto a la vida humana desde esos primeros tiempos- que recién se sitúan entre 400,000 y 2,000,000 años atrás- cuando el ser humano empieza a diferenciarse de los demás homínidos por su capacidad de conceptualizar y expresarse por medio del lenguaje, hasta los días del homo sapiens (no siempre tan sabio). Y no sabemos hasta cúando los humanos seguiremos matándonos unos a otros, y a nosotros mismos, por cualquier pendejada.

La historia nos enseña que la violencia engendra o multiplica la violencia, si no es contenida responsablemente a tiempo. El infanticidio de Capotillo enardeció una turba que procuraba linchar al vecino de 74 años sospechado de haber cometido el horripilante crimen. Por suerte la Policía pudo prevenir el nuevo brote de violencia apresando al acusado, pues ocurre con cierta frecuencia que individuos o grupos se atribuyen el derecho/deber de impartir “su justicia” a quienes identifican como perpetradores de agresiones contra su persona o la comunidad. Este tipo de violencia particularmente peligrosa es prácticamente un retorno al primitivismo pre-tribal de la caverna, y absolutamente incompatible con la convivencia en sociedades de alta densidad poblacional, por el caos que desata. La conducta anti-social del linchamiento  no solo responde al superado criterio de “ojo por ojo”, pues como hemos visto recientemente, en un acto de barbarie se aplica “alegremente” la muerte violenta y pública a un joven acusado del  intento de robo de una motocicleta en un paraje de Villa Mella. Otros lincharon a un haitiano por robar en una vivienda del sector norte de Dajabón. En los citados casos el escalamiento de la violencia se ha detenido momentáneamente, gracias a la rápida intervención de las autoridades para perseguir y apresar a los “ajusticiadores”.

Como sociedad debemos declarar tolerancia cero al linchamiento, aplicando la ley estrictamente a todos los que participen o intenten participar irresponsablemente en esa perturbadora conducta que es incompatible con un Estado de derecho y comparable al terrorismo. Sabemos que aún nos falta un largo recorrido para eliminar de la faz de la tierra la violencia que sesga la vida de seres humanos, pero no podemos retroceder a tiempos pretéritos cuando el linchamiento era un fenómeno que prácticamente sucedía todos los días, sin causar estupor. Las autoridades deben aplicar todo el peso de la ley a los “linchadores” y a los que intenten “ajusticiar  a cualquier persona y por cualquier causa. Seamos intolerantes con el linchamiento como respuesta a la criminalidad que nos arropa, pues no es una solución, sino un agravante que multiplica la violencia.