Era hermosa: Tenía los ojos galanos, la sonrisa de una actriz de Hollywood, los labios regordetes, la piel color canela y el pelo lacio y brilloso; sus teticas respingonas, sus muslos de potruela, sus piernas bien torneadas sólo eran superados en belleza por un culo firme y rotundo, que no admitía diminutivos, ni siquiera de cariño. En verdad era más que hermosa: Estaba más buena que el carajo.

Su nombre era Helena, pero los muchachos de La Joya la llamábamos La Bomba H.  La bautizamos así al salir de un  matinée del Teatro Colón. Las noticias que  pasaron ese domingo antes de la película de John Wayne tenían, como siempre, varios años de retraso. Ver formarse sobre un atolón del Pacífico una mortal nube en forma de hongo, escuchar al narrador detallar con voz fañosa y desolada los efectos de aquel artefacto tan terrible como  los gringos, nos produjo los mismos sentimientos que mirar a Hilda: Falta de oxígeno, taquicardia, zozobra generalizada y, habida cuenta de que el mundo se iba a acabar, unas desaforadas ganas de coger.

No recuerdo ya las excusas que inventamos para bajar la Cambronal hasta el traspatio donde vivía con sus padres. Tampoco porqué me prefirió a mí entre los miembros de la pandilla. Acaso le parecí el más buenmozo. O el mejor partido: Mi madre tenía una buena casa de madera y zinc; mi padre ganaba unos pocos pesos vendiendo telas en El Gallo. Éramos pobres, pero ya se sabe que en el país de los ciegos el tuerto es rey…

El caso es que fue evidente que yo también le gustaba. Cuando bajaba la 27 en aquellos pantaloncitos mínimos, nos saludaba a todos pero me miraba sólo a mí; cuando iba a misa a San Antonio una extraña casualidad hacía que se sentara a mi alcance para el abrazo de la paz. Ya entonces iba sólo a su casa. Su madre me servía el café en un jarrito desconchado, pero con mucha solicitud. Su padre desatendía la pulpería anexa para darme un firme apretón de manos y comentar  conmigo las actuaciones de los Cardenales de San Luis.

Pero en aquel estrecho universo que terminaba en la 30 de marzo no fui el único en darme cuenta. “Compadre, a su hijo le van a echar un gancho”, le advirtió un amigo a mi padre (Hilda no había cumplido los 18). Mi madre me administraba cada día un rapapolvo. En sus oraciones cotidianas, mi salvación pasó a ser su prioridad.

Habrá que creer que el santo varón de Padua oyó sus súplicas. Cuando con Hilda todo estaba a tiro de hit, cuando iba por fin a pisar el home,  se desencadenó una serie de eventos demasiado azarosos como para ser fortuitos: Me cogió la  revolución en la capital, conseguí después un trabajo en el Seybo y luego una beca en Filadelfia. Pasaron años antes de que pudiera volver a Santiago.

Cuando por fin lo hice, era demasiado tarde: Balaguer había arrasado el pedazo y construido en su lugar un tramo de la Avenida de Circunvalación. Pregunté mucho, pero nadie supo darme razón del paradero de Helena.

***

“¿No me reconoces?”, me preguntó treinta años y pico después la doña que renovaba mi licencia. La observé, azorado, tratando de no quedar mal. No reconocí su pelo ralo y canuco, ni su sonrisa a la cual le faltaba la mitad del cuadro, ni su cuerpo obeso y fofo, rotundo como una bomba.

Sólo su mirada, galana y triste, sobrevivió al fin de la Guerra Fría.