Es el tema que nos hace mostrar el refajo, y la peste que guardamos bajo nuestros vestidos y trajes. De repente se entiende porqué estamos donde estamos, cuando el grupo que contiene a las personas mejor formadas decide mirar hacia otra parte ante tal vergüenza. Duele verles defender a capa y espada sus derechos de cuna. Ese e(o)nanismo mental que les hace creer que son personas de bien y les impide ver que el subdesarrollo es antes mental que económico.

Más allá del caso particular, cuyos detalles deberían ser conocidos por la justicia, lo que interesa aquí es que se haya traído el tema al debate público. Esa práctica discriminatoria que todos conocemos y a la cual nos hemos acostumbrado hasta banalizarla.

Se han querido escudar bajo la “reserva del derecho de admisión”, trayendo por los cabellos el argumento del derecho de propiedad. Sólo que la propiedad no da a nadie patente de corso. Si así lo hiciera, mejor callemos las injusticias y discriminaciones salariales y de oportunidades que sufren las mujeres en las empresas. Porque son de propiedad privada. Pero el derecho a la discriminación no existe, ni en lo privado, ni en lo público.

El bar es un establecimiento comercial que ofrece un servicio en el mercado. Pero ese mercado tiene reglas, por mucho que duela. Ese negocio existe dentro de un marco jurídico. Y ese marco jurídico prohibe, mediante la Constitución, el código penal y los tratados internacionales, la discriminación.  A nadie se le puede negar el acceso a un bien o servicio en función de su color de piel, nacionalidad, sexo, orientación sexual, situación familiar, religión, ideas u otro criterio prohibido por la ley.  Las normas internas de un establecimiento, los deseos de su dueño, ni mucho menos ese subjetivo y etéreo criterio de “gente bien” están por encima de las leyes. Se juega con esas reglas o no se juega.

Las leyes no sólo protegen a los afortunados de cuentas abultadas y maestrías en Europa. Protegen por igual al ciudadano de a pie, al “nuevo rico”, a las mujeres, al negro y al homosexual, aunque no nos guste.

Se ha querido desvirtuar. No quieren dejarnos ver que no se ha sancionado al bar “La Chismosa”. El caso lo deben conocer los tribunales para que allí se determine si hubo  o no discriminación. Lo que sí se ha pretendido es que todos los establecimientos de este tipo se sometan a las leyes que los regulan y que se acabe con una práctica harto conocida que es, además, ilegal. No se niega la posibilidad de que existan criterios de admisión. Pero esos criterios deben ser objetivos y conformes a nuestras leyes.

También se ha querido simplificar, y las simplificaciones fortalecen la defensa de esa práctica. No se trata de racismo puro y simple. Por nuestra historia social y cultural, el racismo y clasismo se recubren. Se dice que el dinero “blanquea”, pero, hechas las cuentas, se prefiere al blanco rico que al negro rico.

Molesta que se nos pinche la burbuja de autocomplacencia y exclusividad. Y es que hay quienes han creído que se encuentran por encima de las leyes, del bien y del mal. Les desconcierta, sacude sus referencias identitárias, que se les diga que no son ciudadanos de primera. Que no existe tal cosa.

¿Aceptaremos que se desmonte algún día ese frívolo juego mantenido por nuestra mediocre ilusión de importancia? La ilusión que dice que una persona vale por lo que viste, lo que consume y con quién se codea.

Es difícil desacostumbrarse de los privilegios que permite la desigualdad. Por eso se sienten humillados si se les dice que todos somos iguales ante la ley. Cuesta entender que la democracia es aprender a convivir con las diferencias. Y es que a veces conviene que la Constitución sea un pedazo de papel, y a veces no.

Apena saber que sean con frecuencia los mismos que se desgarran las vestiduras con el tema de la seguridad y la violencia en nuestras calles. Qué difícil se les hace ver la violencia de querer preservar la exclusividad de la exclusión. Y su relación con la primera.