De amores intensos están repletos los guiones de legendarias películas. Un actor no pisa las tablas sin ser tocado al menos una vez en su vida por el drama de la intensidad. De amores que roban aliento se escriben los best sellers para inundar sus páginas con historias de imposibles, de amores fuera de tiempo o de esos que están destinados a estar juntos eternamente.

De gente que se quiere toda una vida y no se dan las circunstancias para estar en sintonía al mismo tiempo. Otros que se pasan los años pendientes uno del otro sin atreverse a dar el gran salto esperando que uno o el otro ceda y sin llegar a ninguna parte más que a la soledad o a la vida del mal acompañado. Los muchos que, sin importar los años y sus diferencias, el destino conspira para situar esos dos corazones en las mismas coordenadas y vivir felices en nombre de hacer de los días un viaje intenso en cada despertar.

De amor, desamor, apego, cariño o razón se adorna la intensidad y esa, precisamente, es la grandeza de ella. Presente en cada acto sin importar nobleza o maldad, la intensidad nos mueve y despierta del letargo de un amor frio que muere entre muros grises de monotonía y eleva un grito desesperado cuando busca el equilibrado y perfecto arranque de locura y pasión que promete esa intensidad.

Y así de fácil también, nos ata a un amor sin pies ni cabeza, sin nombre ni apellido, sin tiempo ni espacio y sin razón alguna de ser posible. Un cariño tan intenso que obliga a dosificarlo a encuentros furtivos cada semana, en los que a veces las conversaciones se sustituyen por besos y de mirada en mirada se hablan sin hablar esos temas tan profundos de dos almas que se encuentran para entenderse.

Esos amores intensos que no conocen los años, que no cuentan los meses, que no sufren distancias y que ponen fin a los reclamos a puro calor y sudor. Que se añejan con el tiempo y que sin darse cuenta, borrachos de intensidad, despiertan seis o siete años después para caer en cuenta que no tiene remedio luchar contra lo que pide la locura del ser que habita pacientemente sentado en un rinconcito olvidado del corazón.

Historias sin fecha de expiración. Sin esperanza alguna de acabar porque ninguno está dispuesto a ceder la única pieza del rompecabezas que encaja a la perfección en aquel espacio que vino con nombre marcado. De poco sirve ponerle fecha final a un amor donde poco tiene que ver la razón y lo que conviene. Ante tanta intensidad, hablar del fin resulta aburrido y hasta una falta de respeto al sentido de inmensidad y misterio.

Dicen que de locos todos tenemos un poco y me atrevo a agregarle que de músicos y escritores también, cuando es la intensidad quien marca el ritmo de los días y las noches le da el permiso al alma que siente la música para tocar los acordes de una guitarra en la espalda de quien le pone letras a la canción a cualquier hora de la madrugada.

Que la dicha de encontrar la intensidad en sus vidas nos acompañe y permita ponerle el nombre de esa persona que nos mueve el piso y quien en una boca llena de debilidad sólo despierta puros “si!” que salen del corazón.