Hace unas semanas, en una entrevista realizada por el diario El país, el Premio Pulitzer Junot Díaz, fue interrogado sobre su experiencia como profesor en las aulas del Massachusetts Institute of Technology (MIT). En dicho encuentro, el escritor de origen dominicano afirmó que la universidad contemporánea abandonó los valores educativos por un modelo de negocios. Como consecuencia de ello, el estudiante actual, según Díaz, se concibe fundamentalmente como un buscador de empleo.
La universidad nunca estuvo desvinculada del interés por la obtención de un trabajo profesional. El término “licenciado” con el que nombramos al título de grado universitario es el participio del verbo licenciar, que proviene del término latino “licentiare¨, dar licencia o permiso, facultar a alguien para el ejercicio de una actividad.
Al mismo tiempo, las universidades nacieron como “comunidades de profesores y estudiantes”. Esta característica se encuentra en los orígenes mismos del vocablo universidad, que proviene del latín “universitas magistrorum et scholarium”. (comunidad de maestros y académicos).
La universidad siempre conservó ambas dimensiones. Por un lado, una facilitadora de licencias dirigidas al ejercicio profesional en los espacios públicos. Por el otro, una comunidad de personas interesadas en elaborar conocimientos.
En la medida que el desarrollo de las denominadas sociedades industriales y postindustriales generó la demanda de un conocimiento “útil” para el incremento de la producción económica, el modelo universitario se vio sensiblemente afectado. Las universidades comenzaron a ser presionadas para subordinar los intereses de una comunidad epistémica a los intereses de grupos sociales ajenos a la dinámica interna de la universidad, pero con suficiente nivel de poder e influencia para incidir en su rumbo.
Hoy día vemos los últimos efectos de este proceso expresado en acuerdos como el Tratado de Bolonia. Las reformas educativas transforman los planes de estudio, las habilitaciones docentes y los títulos de grado con el propósito de facilitar las relaciones mercantiles, no de fortalecer a la universidad como comunidad desinteresada en la búsqueda del saber. Se trata de la crisis de un modelo universitario que da paso a un paradigma que privilegia la universidad como corporación, como agrupamiento de individuos que intentan lograr la maximización y la eficiencia.
Este nuevo modelo termina presionando a profesores y estudiantes para ser fundamentalmente competitivos. El espíritu de competencia siempre ha sido uno de los móviles de la producción del conocimiento, expresada en búsqueda de reconocimientos, premios, fondos o ascensos académicos. Pero el modelo corporativo acorde con nuestras modernas sociedades de mercado ejerce una presión por lograr éxitos a una velocidad trepidante, ajena a la cultura de la formación universitaria basada en la lectura pausada, la interpretación y la construcción comunitaria del saber, facilitando la percepción del otro más como un competidor rival que como un colega.
Este paradigma promueve a la vez la producción rápida y tangible de resultados, lo que explica la necesidad creciente de elaborar clasificaciones con indicadores precisos para medir la eficacia de las distintas instituciones de educación superior, el rendimiento del alumnado, del profesorado o de la comunidad intelectual, olvidando muchas veces criterios cualitativos de evaluación que pueden darnos una comprensión más aguda de los procesos universitarios.
Si el estudiantado se concibe principalmente como un sujeto destinado al puesto de trabajo – en vez de un constructor del saber- es precisamente porque sus expectativas expresan la estructura ideológica de un sistema socioecónomico que se fundamenta en la glorificación del mercado y no en el propósito de incrementar nuestra comprensión del mundo.