“No hay peor error en el liderazgo público que promover falsas esperanzas que pronto se esfumarán”. (Winston Churchill).
La nuestra es una sociedad donde la fuerza de la palabra no encuentra eco con los hechos. Las elites no hacen posible que sus acciones reflejen sus discursos. Sus compromisos se constituyen en mera retórica; de la locuacidad del calmante, del analgésico que cubre su manto temporal, sin mirar el mañana.
La nuestra es una sociedad que prolonga su existencia, como el desaparecido, que al final, se convierte en un crimen permanente. Al no encontrar su tumba, el “desaparecido”, no importa el tiempo, impacta en el conglomerado interactuante, como un espectro de inmovilidad que nos impide romper el cerco del hecho y la acción. En esa trama se genera el miedo; se produce el silencio y a veces, la huida.
El resultado de las elites en término ideológico, es producir un “ciudadano” que no cuestione nada; que no se involucre en lo social; que no piense en una vida bien lograda, sino en sus éxitos, en donde la exacerbación del individualismo, el egocentrismo al máximo, corra por todo el cuerpo, impidiendo el nicho de la solidaridad y del campo de batalla que hay que realizar.
Es lo que explica que pagando la luz eléctrica nos den apagones de hasta 12 horas y tengamos que comprar planta eléctrica o inversores; lo que reflexionando nos permite “comprender” porqué pagando el agua tenemos que tener una cisterna y un tinaco; que no recojan la basura; que no podamos caminar por las aceras; que tengamos que ir a una clínica porque los servicios en los hospitales, sencillamente, son de pésima calidad; que nos veamos en la necesidad de comprar un vehículo porque el transporte público es un desastre y una vergüenza que lastima el alma.
Se deriva que nos encontramos de manera recurrente, histórica, con un retraimiento social, creado mayormente por la élite política, que deviene en una reticencia por parte de los actores que deberían impugnar el stablishment, que nos aleja de las soluciones colectivas a problemas comunes.
Estas ondulaciones permean y anquilosan al dominicano a no buscar la verdad; a no quererla como sociedad. Que no se exponga abiertamente, aunque desvergonzadamente, la queramos saber de manera individual, privada, para satisfacer el morbo. Con ello no quieren ningún tipo de justicia. Lo que hace que los resortes de la palanca verdadera de la sociedad, no encuentren el reencuentro del pasado y el presente, para hilvanar con base más cierta el futuro. Estas frases ilustran, grafican nuestra complicidad social:
¡Deja eso así!
¡Para que tú quieres saber!
¡Tú si preguntas!
¡A ti si te gusta saber!
¡Eso ya pasó!
¡Qué hacemos con condenar lo que ya pasó, fijémonos en el
Presente!
¡Algún día se sabrá, para qué investigarlo ahora!
¡Hay gente viva de ese episodio, no es bueno “molestar”. Total ya
Pasó!
¡Total, tú no vas a resolver nada!
¡Piensa en ti, no te compliques! ¡No te busque problemas!
¡Eso ha pasado toda la vida!
¡Desde que yo tengo uso de razón, eso se ha hecho así!
¡Yo lo encontré así!
¡Piensa en tu comida y no te pongas a luchar por otro!
¡Si dices eso, no te van a contratar en ninguna parte!
Todo eso y mucho más, es el relieve sustancial de la impunidad que nos acogota como sociedad, que nos lleva cada cierto tiempo a cometer las mismas aberraciones y dejar las heridas sin nunca cerrarlas, cicatrizarlas, con el peso de la ley. Esa pesada carga de bolsones sempiternos de miseria es lo que nos hace una sociedad caracterizada por la hipocresía, por el cinismo y la simulación; donde la mentira y la justificación son el arma “de la verdad”.
Es la complicidad social que se anida en el peso recurrente del poder y de la jerarquía, “de las necesidades”, por la ausencia de un verdadero espíritu cívico, de un vacío espantoso de civilidad. Una actitud civilista, más allá de la ideología, penetra los valores de la templanza, del honor, de la honestidad, de la honradez, de la decencia, en el ejercicio de lo que hace, no como mera apariencia en la cortesía, sino en el contenido. El espíritu cívico permea los principios de la verdad, de la justicia, de la libertad y de la bondad.
Nos encontramos en una sociedad tan robustecida de complicidad social con lo mal hecho, que el que exige lo que le corresponde es un fastidioso; el que protesta y reivindica lo válido es un hostigador, un rebelde, un irreverente, un inadaptado; el que señala las aberraciones, es un díscolo y un resentido; el que demanda, reclama o se queja, es un loco, un lunático, un perturbado.
Una sociedad invertida en sus valores; una sociedad que no logra saber donde están sus muertos, y sus matadores se encuentran compartiendo socialmente en los mismos escenarios, en los mismos salones de sus víctimas. Una sociedad que anida en su garganta el grito lacerado de la historia, el llanto de lágrimas caudalosas que no encuentra el cauce finito de su dique. Una sociedad contemporizadora, donde el ruido trata de ahogar de manera permanente el constante sonido del bien; donde el murmullo se apaga, desaparece cuando se acerca el criminal, material o intelectual.
Esa actitud acomodaticia, ecléctica, sólo es dable por la complicidad social; el tratar de estar bien con todo el mundo, para no asumir un compromiso verdadero. No nos dejemos intimidar ni amilanar por el hoyo retorcido “del éxito”. Que como decía la Madre Teresa de Calcuta “A veces podemos sentir que lo que hacemos es solo una gota en el océano. Pero el océano sería menos debido a esa gota de agua”. No seamos un mero espectador en la sociedad, hagamos que nuestra vida tenga sentido.
Hoy en día, en la sociedad de la red, una golondrina si hace verano, recordando siempre que lo correcto es correcto aunque nadie lo esté haciendo y que lo incorrecto es incorrecto, aunque todo el mundo lo esté haciendo. ¡Es la manera de dejar atrás la complicidad social que nos abate como nación y que hace que permanentemente obviemos los responsables, con las cuentas nuevas y el no tirar piedras hacia atrás; lo cual nos dificulta hacer lo que nunca se ha hecho!