Pedagogos y otros tratadistas sociales vinculados al tema educativo han preferido, en los últimos tiempos, formular las metas formativas  bajo la sugerente denominación de competencias. Y aunque  son numerosos quienes hemos –me incluyo—manifestado alguna objeción al término (da una idea, prima facie,  demasiado restringible a aquello de saber hacer), hoy por hoy se ha ido estableciendo como un paradigma ampliamente aceptable, sobre todo después de mil aclaraciones sobre lo que quiere significarse él.

Competencia es una palabra con al menos cuatro significados distintos: 1) incumbencia (“eso es de mi competencia”); 2) búsqueda de resultados en comparación con otros (por ejemplo, en los deportes); 3) el o los rivales (las empresas alternas); 4) aptitud.

Esta última es la acepción a la que aluden quienes piensan en términos formativos. Educar en función de competencias significará formar en función de unos objetivos evaluables por la calidad del desempeño del que serían capaces los educandos, una vez concluido el ciclo del que se trate; pero este desempeño incluye desde los niveles de información y de capacidad de pensamiento hasta la capacidad de convivencia y de ejercicio de ciudadanía, pasando desde luego por las posibilidades de resolver problemas prácticos…

La cosa cambia cuando se prefiere hablar más bien de formar para la competitividad. Competitividad es un concepto propio y procedente del mundo empresarial que ciertos planificadores nacionales quieren trasponer al mundo académico para convertirlo precisamente en el criterio rector de las metas de éste.

¿Qué es competitividad? En general, la capacidad para competir con otros. Por definición, implica siempre un ejercicio de comparación con alguien o algo semejante que se presenta como amenaza permanente y, por tanto, aquello, aquel o aquellos que de algún modo estamos llamados a vencer, o en todo caso a evitar que nos venzan. Eso otro tiene un nombre casi siempre genérico: la Competencia (en el mundo empresarial –¿lo han notado?– la empresa rival casi nunca se refiere por su nombre “de pila”. Es parte de su “ética”).

Bien sabemos lo que en la práctica suele implicar esto de la competitividad. “En este nuevo marco competitivo – afirma Guillermo de la Dehesa, COMPETITIVIDAD EMPRESARIAL VERSUS COMPETENCIA –, la competitividad de las empresas, es decir, su capacidad para crear ventajas competitivas frente a sus competidores, se consigue, paradójicamente, sobre la base de reducir o anular la competencia, es decir, adquiriendo un mayor poder sobre el mercado y expulsando o absorbiendo a sus competidores”. Esto significa que “se crece a costa de otras empresas que compiten en los mercados en el mismo producto o servicio ya que, aunque el mercado puede ser creciente, aumentar la cuota de dicho mercado se hace por definición siempre a costa de otras empresas”.

La pretensión de hacer de la competitividad el sueño de un sistema educativo es de antemano comprometer la formación de la gente, ante todo de los jóvenes, con los valores y las prácticas de de un “libre mercado” que, para empezar, no es precisamente libre, y sobre todo que hace de la actividad y las relaciones humanas una jungla que nos llama permanentemente a estar pendiente de los demás más que todo en calidad de rivales a vencer.

En la PROPUESTA GUBERNAMENTAL PACTO NACIONAL POR UNA EDUCACION DE CALIDAD PARA TODOS Y TODAS, puesta recientemente en circulación, se nos habla de que “El Ministerio de Economía,  Planificación y Desarrollo (MEPYD), las instituciones gubernamentales de educación y los sectores productivos, deben comprometerse a realizar estudios regulares, al menos uno cada tres años, sobre las necesidades de recursos humanos de los sectores económicos y de las distintas regiones del país, para fortalecer la competitividad de las actividades productivas actuales y promover el desarrollo de nuevas actividades”.

Es verdad que el mundo en que vivimos no lo ha construido la República Dominicana y que inevitablemente al individuo y al país nos obligan a “competir”. Un lástima que la palabreja debamos escribirla tan frecuentemente con muy pronunciadas comillas. La verdadera clave nunca estará en hacernos competitivos sino en hacernos competentes. Las tareas del desarrollo nacional y del éxito personal van mucho más allá, y son mucho más verdaderamente humanas, que hacernos duchos en “partirle el brazo” al prójimo.

Dediquémonos a formar dominicanos y dominicanos competentes: seres humanos del siglo XXI, de cara al desarrollo y de cara los demás. Sin esto, ningún ideal formativo merece siquiera llamarse educación.