Para Jochy y Soraya con afecto

Es tanto lo que se escribe sobre la vida pública que luce insignificante la vida en la casa, en el hogar. Economía, política, gerencia, historia…incluso la filosofía…dedican sus grandes mentes a explicar los comportamientos sociales en el ámbito de la ciudad, la nación o el mundo. De la vida social se salta usualmente a la mente de las personas, en eso la psicología y la pedagogía se lucen en textos y teorías. Buscando al azar he encontrado mucho más sobre la escuela que sobre la casa.

La cuestión de la caseidad se hizo presente en mi reflexión hace casi dos décadas por dos cuestiones. Primero un intercambio que tuve con un gran amigo sobre ética social y ética personal, que surgió cuando me argumentaba que un político podía ser un buen presidente, senador o diputado, aunque tuviera una vida personal llena de infidelidades, adicciones y abusos a mujeres. Mi visión de la integralidad de la persona me llevaba a rechazar ese argumento -y lo sigo rechazando- porque supondría que la vida personal es una dimensión aparte de la totalidad de la vida en sociedad, lo cual es insensato. El segundo descubrimiento fue la misma palabra caseidad que la encontré en el hogar de unos amigos en Madrid, donde aparecía una suerte de mandamientos de la caseidad. Eso me llevo a profundizar en el tema.

María Bori (QPD) en un artículo de la Revista Realismo Existencial de diciembre del 2017 explora el tema. “Hay un lugar en la vida que es íntimo, de uno, propio y comunitario al mismo tiempo, que reconocemos y nos identifica personalmente. Es aquel lugar donde moramos, donde nos sentimos más nosotros mismos que en ningún otro lugar. Es la casa. Esta afirmación que inicialmente pudiera parecer que se refiriera a nuestro propio cuerpo, la hacemos sobre la casa”. El concepto de caseidad señala María que es hechura del Rdo. P. Dr. Alfredo Rubio de Castarlenas.

Cierto que la primera realidad que reconocemos reflexivamente es nuestro cuerpo y nos referimos a él como si fuera posesión, como si habitáramos en él o más radicalmente si fuéramos él. De esta interesante mezcla de experiencias corpóreas encuentra en el Evangelio de Juan una vinculación con lo divino que a consideración de muchos es lo más novedoso del cristianismo junto a la redención. “El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” Es Dios quien a la vez se hace un ser humano y habita -acampa- con nosotros, vive con nosotros. Existe una conexión profunda entre la experiencia de la corporeidad personal y la caseidad como posibilidad misma de existir.

Continúa el argumento de mi amiga Bori: “La casa, el techo, el cobijo, se han ido conformando en algo que nos es connatural de tal manera que, si alguien no tiene casa, siente que va perdiendo su dignidad de ser humano”. Cuando nacemos pasamos de la casa del vientre de nuestra madre a otra casa que es el grupo que nos recibe y cuida, sean familiares de sangre o afecto. Terrible el nacer y quedar a cargo de “funcionarios” que trabajan en orfanatorios, peor que nadie vele por ti. Lo cierto es que la casa, es la experiencia de cuido básico para el resto de nuestras vidas. Lo que llamamos hogar es ese conjunto de personas que vivimos juntos en una casa y nos cuidamos, o por lo menos debemos cuidarnos unos a otros. Sean padres e hijos, abuelos y tíos, primos o hermanos de crianza, incluso adultos que deciden vivir juntos como las comunidades religiosas.

Hay culturas que identifican ese ser familia con el hecho de comer todos juntos de un mismo caldero o que compartimos entre todos los recursos que obtenemos y el cuidado de unos a otros y de la casa. En el caso dominicano una gran parte de las familias son mujeres abandonadas por sus parejas que crían y cuidan a sus hijos, incluso es muy común la abuela materna que forma familia con sus nietos porque su hija está fuera del país trabajando para enviar remesas. La casa en nuestra cultura tiene rostro de madre y abuela.

Sin importar quienes forman el hogar y habitan la casa, sus relaciones de consanguinidad, afecto o valores, la cuestión es que exista amor y cuidado entre todos los miembros de la familia. Ese es el fundamento de la caseidad. Nos queremos unos a otros, cuidamos de los más jóvenes y los mayores, de los enfermos, de quienes en algún momento no pueden producir para aportar bienes a la comunidad para su sustento. Si la caseidad tiene como primera prioridad el amor y cuidado mutuo, su segunda prioridad es que todos nos hacemos responsables del cuidado de la casa como espacio de protección para la comunidad, para la familia. Limpiar el hábitat, cocinar, fregar, reparar lo que se daña, velar por que sea un espacio seguro y tranquilo, son responsabilidad de todos sin importar su género o edad. La tercera es tan esencial como las otras dos, en la casa dialogamos, conversamos, oímos, expresamos sin miedo nuestro sentir.

Muchas de las grandes patologías que vivimos en la sociedad se incuban en la casa. Machismo, misoginia y adicciones son aprendidas usualmente en el hogar por los más jóvenes de los más adultos. En el lado opuesto se aprende también a ser hospitalarios con los más indefensos. “La capacidad del ser humano de acoger la vulnerabilidad de otro ser humano, generando ámbitos de acogida desde la habitabilidad y la convivencia, es lo que los hombres y mujeres, desde que tienen conciencia de serlo, han ido procurando a lo largo de la historia. La finalidad última del desarrollo de esta capacidad es propiciar el mayor desarrollo personal y comunitario -la sabiduría de vivir-, para experimentar el amor y el gozo de existir en cada circunstancia de la vida” (María Bori – La caseidad, algo de toda la vida).

No es de extrañar que personas criadas en hogares donde el desprecio por los de otras razas, los extranjeros pobres y quienes no tienen nuestra misma religiosidad o moralidad, terminen desarrollando actitudes racistas, xenófobas y homofóbicas. A su vez los nacionalismos chovinistas son una deformación de la identidad personal y experiencia de hogar machista, llevados a sus extremos. No le falta razón a quienes consideran que en gran medida las patologías personales y sociales se incuban en hogares disfuncionales. Por su importancia debemos prestarle más atención a la experiencia y pedagogía de la vida en casa, de la caseidad