Los que nos criamos en la ciudad de Santo Domingo, fuera de los barrios de lo que todavía se denominaban la parte baja de la ciudad, escuchábamos sobre la muerte con los nombres y las coordenadas de ciertas calles de la urbe. A veces no se tenía la calle ni el lugar preciso del asesinato, pero cuando se hablaba de la muerte de algún miembro de la izquierda, conocíamos la calle con la misma familiaridad que llegamos a conocer los nombres de las plantas que suplían la energía eléctrica de la ciudad.

En uno de esos días que a veces eran tempranamente tenebrosos fue que escuché en la radio la noticia, en la que se decía que un joven identificado como Julián Parahoy había sido asesinado por miembros de la Policía Nacional en la calle Pina con Arzobispo Portes. Su cadáver fue fotografiado, y salió en una de esas primeras planas de los periódicos que podíamos ver cada día como una costumbre. En cierto modo, después de tantos muertos, éramos precozmente insensibles a la muerte.  Yo no estaba en el lugar, yo no vi el cadáver, pero cada vez que andaba por la Palo Hincado cruzaba la Puerta de la Misericordia y me paraba a  ver el portón de un garaje delante del cual cayó Parahoy.

Hablo de Parahoy y no de otro, porque éste vivía en Villa Consuelo y el día de su muerte, cuando llegue a mi casa, pude darme cuenta de que el muerto anunciado en una unidad móvil era alguien conocido. Entonces los muertos se enterraban como una costumbre que hacia de la muerte una contingencia natural, que se derivaba del simple hecho de estar vivo y ser de izquierda.

Otras calles quedaron marcadas al igual que la Pina. El día que mataron a Hiciano yo iba para la escuela Chile, en el Barrio de San Carlos, sólo pude escuchar los disparos y en algún modo saber que alguien había sido herido en la curva de la subida donde la calle Monte Cristi se convierte en Caracas. Luego, en la tarde, casi en la noche, vi en la primera plana de un periódico que alguien llamado Gregorio Hiciano había sido asesinado en el momento en que yo escuché los disparos. Hiciano fue velado en su casa, en la calle San Francisco de Macorís, y como el día anterior, cuando escuché los disparos, me enteré de forma fortuita, al ver la multitud, que ahí estaba en su velorio.

Amín Abel lo asesinaron temprano en la mañana, en una casa que todavía existe al final de la calle Francisco Henríquez y Carvajal, frente a una bomba de gasolina Sinclair cuyo logo era un dinosaurio. No sé el número de la casa pero sé cual es la casa y el nombre de la calle, la casa que me quedaba mirando cuando subía hacia el Centro Olímpico, con la misma curiosidad con la que buscaba en la calle José Contreras la casa o los edificios donde mataron a Otto Morales, al que pude ver en una foto del periódico vespertino con una herida en el brazo y con los orificios de los disparos que le causaron la muerte. Alguien que en esos días había llegado de Puerto Rico tomó el periódico y dijo que yo no podía ver eso, él no estaba acostumbrado a lo que yo siendo un niño veía a diario.

Conozco sitios y muchas de las calles de la ciudad por sus muertos, eso les pasa a más personas de la que uno se imagina, personas a los que la muerte se les hizo algo cotidiano. Salvando las diferencias, ahora de repente me está pasando lo mismo, cada calle por la que paso me hace referencia de alguien asesinado en un asalto o de un delincuente muerto. Cada vez que llego a mi casa miro hacia el frente donde fueron muertos a balazos dos delincuentes, si estoy en el polígono central de la ciudad  tengo la sensación de estar cerca de un lugar donde mataron a alguien que iba robar o asesinaron a alguien que iba a ser robado. Mis hijos me hablan de la muerte como algo tan normal que me da grima, y del total desamparo que se vive en Santo Domingo, donde se puede ser victima tanto de un arma robada como de un arma oficial, y la muerte se asume como la solución gratuita de cualquier problema humano.

Hoy ninguna muerte nos asombra y las singulares en barrios de pobres dejaron de ser noticia, cuesta demasiado la tinta para gastarla en esos barrios en algo que no sea una masacre.