La semana pasada, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) dictó su primera sentencia relacionada al tema del aborto. Una joven salvadoreña, llamada “Beatriz” para fines legales, demandó un aborto terapéutico ante la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de su país. Su petición fue rechazada y en el recurso elevado ante la Corte con sede en San José, Costa Rica, se le ordenó al Estado salvadoreño practicarle el aborto a la joven, bajo el criterio de que la vigencia del embarazo ponía en riesgo su vida.
Tomando en cuenta que la decisión emanó de un tribunal al que la República Dominicana le ha otorgado jurisdicción, debemos preguntarnos cuáles son las implicaciones de ese dictamen para nuestra nación.
El Artículo 74, numeral 3, de la Constitución dispone que los tratados, pactos y convenciones relativos a derechos humanos, suscritos y ratificados por el Estado dominicano, tienen jerarquía constitucional y son de aplicación directa e inmediata por los tribunales y demás órganos del Estado.
La Suprema Corte de Justicia, al momento de promulgar su Resolución 1920-2003, dictaminó que los pactos y convenciones internacionales, las opiniones consultivas y las decisiones emanadas de la Corte Interamericana de Derechos Humanos integran el bloque de constitucionalidad, es decir, que las sentencias de la CIDH ostentan igual jerarquía que la Constitución y la jurisprudencia constitucional.
Sin embargo, en fecha nueve (9) de febrero del año 2005, la Suprema Corte de Justicia, apoderada de una acción directa en declaratoria de inconstitucionalidad de la Ley Sectorial de Areas Protegidas, decidió que resulta impropio afirmar que una convención internacional prevalece sobre todo el derecho interno de la Nación dominicana, en razón de que ninguna norma nacional o internacional puede predominar por encima de la Constitución, que es parte, la principal, de nuestro Derecho Interno.
Continuó su razonamiento la Suprema Corte de Justicia, diciendo que si bien forman parte del derecho interno el conjunto de garantías reconocidas por la Constitución y la jurisprudencia constitucional, así como las normas supranacionales integradas por los tratados, pactos y convenciones internacionales suscritos y ratificados por el país, las opiniones consultivas y las decisiones emanadas de la CIDH, no menos cierto es que frente a una confrontación o enfrentamiento de un tratado o convención con la Constitución de la República, ésta debe prevalecer.
La decisión de la CIDH en el caso Beatriz forma parte de nuestro derecho interno, es decir, que se podría argumentar que el aborto terapéutico llegó a la República Dominicana vía una sentencia de un tribunal internacional. Sin embargo, al confrontar esa resolución con el Artículo 37 de la Constitución, el cual protege la vida humana desde el momento de la concepción, el texto constitucional prevalece sobre la jurisprudencia de la Corte.
Ese criterio constitucional, vigente desde el año 2005, podría ser desafiado por los grupos que propugnan por la despenalización del aborto. Esperemos el surgimiento de un nuevo caso dramático, que motive a estos sectores a llevar por ante los tribunales una acción legal que procure una autorización judicial para que se proceda a abrir las puertas a la legalización del aborto.
Desde ya, auguramos que el Tribunal Constitucional será el escenario donde se debatirá este asunto. Se discutirá si la jurisprudencia de la CIDH en el caso “Beatriz” se le impondrá al Artículo 37 de la Constitución y el Tribunal Constitucional tendrá la oportunidad de ratificar el criterio externado por la Suprema Corte de Justicia en el año 2005 o variarlo.
El caso “Beatriz” representa una llave que abrirá las puertas del litigio en la República Dominicana. Asistiremos a un debate judicial trascendental, ya que en manos de los jueces constitucionales podría quedar el mantener la amplia protección a la vida humana que otorga la Constitución o iniciar un proceso de cercenamiento de este derecho. Garantizamos nuestra participación en favor de la vida humana y en contra de intereses nefastos que buscan imponer a países como el nuestro una cultura de muerte y de desprecio por el más sagrado de los bienes.