No veo el día cuando este país deje de ocupar el deshonroso segundo lugar en mortalidad por accidentes de tránsito en el mundo, solo detrás de la islita de Niue, Nueva Zelanda, la cual cuenta con 1,500 habitantes y registra una tasa de 68.3 por cada cien mil personas.

Nuestra tasa de 41 revela una sociedad donde está muy enraizada la cultura del desorden y del enganche a padre de familia para justificar la violación de las leyes; la politiquería y el chantaje ya son una marca; los suicidas del volante constituyen un enjambre casi invencible que cubre el territorio y la etiqueta de la aplicación de la ley depende de cuan caprichoso ande el agente. Cada chófer o conductor actúa a su manera; se ha expedido una licencia para manejar su vehículo a la libre. Cada uno es un gobierno aparte… un gobierno anárquico.

3,021 seres humanos muertos durante los años 2011 y 2012, indican una gran violencia que, sin embargo, pasa inadvertida, tal vez porque el tema no genera patrocinios internacionales atractivos, o porque el olor a sangre ya resulta tan amigable al olfato de muchos y muchas que hasta la compasión se les esfumó.

Nuestra juventud, mujeres y hombres, objeto de tanto cantaleteo discursivo, se va  a los cementerios por el boquete de los accidentes de tránsito, o queda lisiada de por vida. Mas su drama no aparece ni por asomo en la agenda del liderazgo nacional ni resulta emocionante para muchos hacedores de opinión, salvo comentarios coyunturales para ponerse a la moda cuando ocurre una desgracia.

Un ejemplo vivo se puede verificar en la rapidez con que pasará al olvido la muerte de ocho personas y al menos una docena de heridos, este lunes 8 de julio a la 1:00 a.m., cuando el chófer de un minibús que hacía la ruta Santo Domingo-Elías Piña no pudo evadir una patana varada sin advertencia a la orilla de la carretera Baní-Azua, kilómetro 5, y se estrelló contra ella, según los informes periodísticos. En días, si no en horas, pocos hablarán de tales decesos. Sobre todo porque carecen de nombres y apellidos sonoros.

Muchas de las 3 mil muertes ocurridas en 2011 y 2012, más las de  este año, eran evitables con simples medidas de prevención y la vigilancia de la autoridad.

La mayoría de los mal llamados accidentes de tránsito en este país tiene sus causas en el uso de vehículos no aptos para circular, exceso de velocidad, irrespeto a las señales de tránsito, estacionamiento en lugares no permitidos y sin las previsiones correspondientes, una mina de conductores desquiciados, rebases en lugares prohibidos, permisividad e indiferencia a granel por parte de la autoridad…

En fin, las causas están en una pasión desbordada por violar las normas de tránsito y una indolencia extrema por la vida por parte de chóferes y conductores.

Y si es así, si conocemos los factores que provocan esta grave epidemia, ¿por qué el Gobierno, sector privado y medios comunicación no aunamos esfuerzos y enfilamos de manera permanente todos los cañones hacia ellos, hasta que podamos salir del vergonzoso segundo lugar en el mundo y primero en América en mortalidad?

La gran epidemia, la que nos mata y se engulle la economía nacional no es el cólera, ni el dengue, ni la AH1N1… Son los accidentes de tránsito.

No perdamos más tiempo con este gravísimo problema social. El nuevo director de la Autoridad Metropolitana de Transporte, general Juan Brown Pérez, tiene el chance de ir al fondo para reducir la sangre en las carreteras.